viernes, 31 de agosto de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo I. Cartas de mi sobrino (6)


20 de Abril.



Las últimas cartas de Vd., queridísimo tío, han sido de grata consolación para mi alma. Benévolo como siempre, me amonesta Vd. y me ilumina con advertencias útiles y discretas.



Es verdad: mi vehemencia es digna de vituperio. Quiero alcanzar el fin sin poner los medios; quiero llegar al término de la jornada sin andar antes paso a paso el áspero camino.



Me quejo de sequedad de espíritu en la oración, de distraído, de disipar mi ternura en objetos pueriles; ansío volar al trato íntimo con Dios, a la contemplación esencial, y desdeño la oración imaginaria y la meditación racional y discursiva. ¿Cómo sin obtener la pureza, cómo sin ver la luz he de lograr el goce del amor?



Hay mucha soberbia en mí, y yo he de procurar humillarme a mis propios ojos, a fin de que el espíritu del mal no me humille, permitiéndolo Dios, en castigo de mi presunción y de mi orgullo.



No creo, a pesar de todo, como Vd. me advierte, que es tan fácil para mí una fea y no pensada caída. No confío en mí: confío en la misericordia de Dios y en su gracia, y espero que no sea.



Con todo, razón tiene Vd. que le sobra en aconsejarme que no me ligue mucho en amistad con Pepita Jiménez; pero yo disto bastante de estar ligado con ella.



No ignoro que los varones religiosos y los santos, que deben servirnos de ejemplo y dechado, cuando tuvieron gran familiaridad y amor con mujeres, fue en la ancianidad, o estando ya muy probados y quebrantados por la penitencia, o existiendo una notable desproporción de edad entre ellos y las piadosas amigas que elegían; como se cuenta de San Jerónimo y Santa Paulina, y de San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Y aun así, y aun siendo el amor de todo punto espiritual, sé que puede pecar por demasía. Porque Dios, no más, debe ocupar nuestra alma, como su dueño y esposo, y cualquiera otro ser que en ella more, ha de ser sólo a título de amigo o siervo o hechura del esposo, y en quien el esposo se complace.



No crea Vd., pues, que yo me jacte de invencible, y desdeñe los peligros y los desafíe y los busque. En ellos perece quien los ama. Y cuando el rey profeta, con ser tan conforme al corazón del Señor y tan su valido, y cuando Salomón, a pesar de su sobrenatural e infusa sabiduría, fueron conturbados y pecaron, porque Dios quitó su faz de ellos, ¿qué no debo temer yo, mísero pecador, tan joven, tan inexperto de las astucias del demonio, y tan poco firme y adiestrado en las peleas de la virtud?



Lleno de un provechoso temor de Dios, y con la debida desconfianza de mi flaqueza, no olvidaré los consejos y prudentes amonestaciones de usted, rezando con fervor mis oraciones y meditando en las cosas divinas para aborrecer las mundanas en lo que tienen de aborrecibles; pero aseguro a Vd. que hasta ahora, por más que ahondo en mi conciencia y registro con suspicacia sus más escondidos senos, nada descubro que me haga temer lo que Vd. teme.



Si de mis cartas anteriores resultan encomios para el alma de Pepita Jiménez, culpa es de mi padre y del señor vicario y no mía; porque al principio, lejos de ser favorable a esta mujer, estaba yo prevenido contra ella con prevención injusta.



En cuanto a la belleza y donaire corporal de Pepita, crea Vd. que lo he considerado todo con entera limpieza de pensamiento. Y aunque me sea costoso el decirlo, y aunque a Vd. le duela un poco, le confesaré que si alguna leve mancha ha venido a empañar el sereno y pulido espejo de mi alma en que Pepita se reflejaba, ha sido la ruda sospecha de usted, que casi me ha llevado por un instante a que yo mismo sospeche.



Pero no: ¿qué he pensado yo, qué he mirado, qué he celebrado en Pepita, por donde nadie pueda colegir que propendo a sentir por ella algo que no sea amistad y aquella inocente y limpia admiración que inspira una obra de arte, y más si la obra es del Artífice soberano y nada menos que su templo?



Por otra parte, querido tío, yo tengo que vivir en el mundo, tengo que tratar a las gentes, tengo que verlas, y no he de arrancarme los ojos. Usted me ha dicho mil veces que me quiere en la vida activa, predicando la ley divina, difundiéndola por el mundo, y no entregado a la vida contemplativa en la soledad y el aislamiento. Ahora bien; si esto es así, como lo es, ¿de qué suerte me había yo de gobernar para no reparar en Pepita Jiménez? A no ponerme en ridículo, cerrando en su presencia los ojos, fuerza es que yo vea y note la hermosura de los suyos, lo blanco, sonrosado y limpio de su tez; la igualdad y el nacarado esmalte de los dientes que descubre a menudo cuando sonríe, la fresca púrpura de sus labios, la serenidad y tersura de su frente, y otros mil atractivos que Dios ha puesto en ella. Claro está que para el que lleva en su alma el germen de los pensamientos livianos, la levadura del vicio, cada una de las impresiones que Pepita produce puede ser como el golpe del eslabón que hiere el pedernal y que hace brotar la chispa que todo lo incendia y devora; pero, yendo prevenido contra este peligro, y reparándome y cubriéndome bien con el escudo de la prudencia cristiana, no encuentro que tenga yo nada que recelar. Además que, si bien es temerario buscar el peligro, es cobardía no saber arrostrarle y huir de él cuando se presenta.



No lo dude Vd.: yo veo en Pepita Jiménez una hermosa criatura de Dios, y por Dios la amo, como a hermana. Si alguna predilección siento por ella es por las alabanzas que de ella oigo a mi padre, al señor vicario y a casi todos los de este lugar.



Por amor a mi padre desearía yo que Pepita desistiese de sus ideas y planes de vida retirada y se casase con él; pero prescindiendo de esto, y si yo viese que mi padre sólo tenía un capricho y no una verdadera pasión, me alegraría de que Pepita permaneciese firme en su casta viudez, y cuando yo estuviese muy lejos de aquí, allá en la India o en el Japón, o en algunas misiones más peligrosas, tendría un consuelo en escribirle algo sobre mis peregrinaciones y trabajos. Cuando, ya viejo, volviese yo por este lugar, también gozaría mucho en intimar con ella, que estaría ya vieja, y en tener con ella coloquios espirituales y pláticas por el estilo de las que tiene ahora el padre vicario. Hoy, sin embargo, como soy mozo, me acerco poco a Pepita; apenas la hablo. Prefiero pasar por encogido, por tonto, por mal criado y arisco, a dar la menor ocasión, no ya a la realidad de sentir por ella lo que no debo, pero ni a la sospecha ni a la maledicencia.



En cuanto a Pepita, ni remotamente convengo en lo que Vd. deja entrever como vago recelo. ¿Qué plan ha de formar respecto a un hombre que va a ser clérigo dentro de dos o tres meses? Ella, que ha desairado a tantos, ¿por qué había de prendarse de mí? Harto me conozco, y sé que no puedo, por fortuna, inspirar pasiones. Dicen que no soy feo, pero soy desmañado, torpe, corto de genio, poco ameno; tengo trazas de lo que soy; de un estudiante humilde. ¿Qué valgo yo al lado de los gallardos mozos, aunque algo rústicos, que han pretendido a Pepita; ágiles jinetes, discretos y regocijados en la conversación, cazadores como Nembrot, diestros en todos los ejercicios de cuerpo, cantadores finos y celebrados en todas las ferias de Andalucía, y bailarines apuestos, elegantes y primorosos? Si Pepita ha desairado todo esto, ¿cómo ha de fijarse ahora en mí y ha de concebir el diabólico deseo y más diabólico proyecto de turbar la paz de mi alma, de hacerme abandonar mi vocación, tal vez de perderme? No, no es posible. Yo creo buena a Pepita, y a mí, lo digo sin mentida modestia, me creo insignificante. Ya se entiende que me creo insignificante para enamorarla, no para ser su amigo; no para que ella me estime y llegue a tener un día cierta predilección por mí, cuando yo acierte a hacerme digno de esta predilección con una santa y laboriosa vida.



Perdóneme Vd. si me defiendo con sobrado calor de ciertas reticencias de la carta de Vd. que suenan a acusaciones y a fatídicos pronósticos.



Yo no me quejo de esas reticencias; Vd. me da avisos prudentes, gran parte de los cuales acepto y pienso seguir. Si va Vd. más allá de lo justo en el recelar consiste sin duda en el interés que por mí se toma y que yo de todo corazón le agradezco.

jueves, 30 de agosto de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo I. Cartas de mi sobrino (5)


14 de Abril.



Sigo haciendo la misma vida de siempre y detenido aquí a ruegos de mi padre.



El mayor placer de que disfruto, después del de vivir con él, es el trato y conversación del señor vicario, con quien suelo dar a solas largos paseos. Imposible parece que un hombre de su edad, que debe de tener cerca de los ochenta años, sea tan fuerte, ágil y andador. Antes me canso yo que él, y no queda vericueto, ni lugar agreste, ni cima de cerro escarpado en estas cercanías, a donde no lleguemos.



El señor vicario me va reconciliando mucho con el clero español, a quien algunas veces he tildado yo, hablando con Vd., de poco ilustrado. ¡Cuánto más vale, me digo a menudo, este hombre, lleno de candor y de buen deseo, tan afectuoso e inocente, que cualquiera que haya leído muchos libros y en cuya alma no arda con tal viveza como en la suya el fuego de la caridad unido a la fe más sincera y más pura! No crea Vd. que es vulgar el entendimiento del señor vicario: es un espíritu inculto; pero despejado y claro. A veces imagino que pueda provenir la buena opinión que de él tengo, de la atención con que me escucha; pero, si no es así, me parece que todo lo entiende con notable perspicacia y que sabe unir al amor entrañable de nuestra santa religión el aprecio de todas las cosas buenas que la civilización moderna nos ha traído. Me encantan, sobre todo, la sencillez, la sobriedad en hiperbólicas manifestaciones de sentimentalismo, la naturalidad, en suma, con que el señor vicario ejerce las más penosas obras de caridad. No hay desgracia que no remedie, ni infortunio que no consuele, ni humillación que no procure restaurar, ni pobreza a que no acuda solícito con un socorro.



Para todo esto, fuerza es confesarlo, tiene un poderoso auxiliar en Pepita Jiménez, cuya devoción y natural compasivo siempre está él poniendo por las nubes.



El carácter de esta especie de culto que el vicario rinde a Pepita, va sellado, casi se confunde con el ejercicio de mil buenas obras; con las limosnas, el rezo, el culto público y el cuidado de los menesterosos. Pepita no da sólo para los pobres, sino también para novenas, sermones y otras fiestas de iglesia. Si los altares de la parroquia brillan a veces adornados de bellísimas flores, estas flores se deben a la munificencia de Pepita, que las ha hecho traer de sus huertas. Si en lugar del antiguo manto, viejo y raído que tenía la Virgen de los Dolores, luce hoy un flamante y magnífico manto de terciopelo negro, bordado de plata, Pepita es quien lo ha costeado. Estos y otros tales beneficios el vicario está siempre decantándolos y ensalzándolos. Así es que cuando no hablo yo de mis miras, de mi vocación, de mis estudios, lo cual embelesa en extremo al señor vicario y le trae suspenso de mis labios, cuando es él quien habla y yo quien escucho, la conversación, después de mil vueltas y rodeos, viene a parar siempre en hablar de Pepita Jiménez. Y al cabo, ¿de quién me ha de hablar el señor vicario? Su trato con el médico, con el boticario, con los ricos labradores de aquí, apenas da motivo para tres palabras de conversación. Como el señor vicario posee la rarísima cualidad en un lugareño, de no ser amigo de contar vidas ajenas ni lances escandalosos, de nadie tiene que hablar sino de la mencionada mujer, a quien visita con frecuencia y con quien, según se desprende de lo que dice, tiene los más íntimos coloquios.



No sé qué libros habrá leído Pepita Jiménez, ni que instrucción tendrá; pero de lo que cuenta el señor vicario se colige que está dotada de un espíritu inquieto e investigador, donde se ofrecen infinitas cuestiones y problemas que anhela dilucidar y resolver, presentándolos para ello al señor vicario, a quien deja agradablemente confuso. Este hombre, educado a la rústica, clérigo de misa y olla, como vulgarmente suele decirse, tiene el entendimiento abierto a toda luz de verdad, aunque carece de iniciativa, y, por lo visto, los problemas y cuestiones que Pepita le presenta, le abren nuevos horizontes y nuevos caminos, aunque nebulosos y mal determinados, que él no presumía siquiera, que no acierta a trazar con exactitud; pero cuya vaguedad, novedad y misterio le encantan.



No desconoce el padre vicario que esto tiene mucho de peligroso, y que él y Pepita se exponen a dar sin saberlo, en alguna herejía; pero se tranquiliza porque, distando mucho de ser un gran teólogo, sabe su catecismo al dedillo, tiene confianza en Dios, que le iluminará, y espera no extraviarse, y da por cierto que Pepita seguirá sus consejos y no se extraviará nunca.



Así imaginan ambos mil poesías, aunque informes, bellas, sobre todos los misterios de nuestra religión y artículos de nuestra fe. Inmensa es la devoción que tienen a María Santísima, Señora nuestra, y yo me quedo absorto de ver cómo saben enlazar la idea o el concepto popular de la Virgen con algunos de los más remontados pensamientos teológicos.



Por lo que relata el padre vicario entreveo que en el alma de Pepita Jiménez, en medio de la serenidad y calma que aparenta, hay clavado un agudo dardo de dolor; hay un amor de pureza contrariado por su vida pasada. Pepita amó a D. Gumersindo, como a su compañero, como a su bienhechor, como al hombre a quien todo se lo debe; pero la atormenta, la avergüenza el recuerdo de que D. Gumersindo fue su marido.



En su devoción a la Virgen se descubre un sentimiento de humillación dolorosa, un torcedor, una melancolía que influye en su mente el recuerdo de su matrimonio indigno y estéril.



Hasta en su adoración al niño Dios, representado en la preciosa imagen de talla que tiene en su casa, interviene el amor maternal sin objeto, el amor maternal que busca ese objeto en un ser no nacido de pecado y de impureza.



El padre vicario dice que Pepita adora al niño Jesús como a su Dios, pero que le ama con las entrañas maternales con que amaría a un hijo, si le tuviese, y si en su concepción no hubiera habido cosa de que tuviera ella que avergonzarse. El padre vicario nota que Pepita sueña con la madre ideal y con el hijo ideal, inmaculados ambos, al rezar a la Virgen Santísima, y al cuidar a su lindo niño Jesús de talla.



Aseguro a Vd. que no sé qué pensar de todas estas extrañezas. ¡Conozco tan poco lo que son las mujeres! Lo que de Pepita me cuenta el padre vicario me sorprende, y si bien más a menudo entiendo que Pepita es buena y no mala, a veces me infunde cierto terror por mi padre. Con los cincuenta y cinco años que tiene, creo que está enamorado, y Pepita, aunque buena por reflexión, puede, sin premeditarlo ni calcularlo, ser un instrumento del espíritu del mal; puede tener una coquetería irreflexiva e instintiva, más invencible, eficaz y funesta aún que la que procede de premeditación, cálculo y discurso.



¿Quién sabe, me digo yo a veces, si a pesar de las buenas obras de Pepita, de sus rezos, de su vida devota y recogida, de sus limosnas y de sus donativos para las iglesias, en todo lo cual se puede fundar el afecto que el padre vicario la profesa, no hay también un hechizo mundano, no hay algo de magia diabólica en este prestigio de que se rodea y con el cual emboba a este cándido padre vicario, y le lleva y le trae y le hace que no piense ni hable sino de ella a todo momento?



El mismo imperio que ejerce Pepita sobre un hombre tan descreído como mi padre, sobre una naturaleza tan varonil y poco sentimental, tiene en verdad mucho de raro.



No explican tampoco las buenas obras de Pepita el respeto y afecto que infunde por lo general en estos rústicos. Los niños pequeñuelos acuden a verla las pocas veces que sale a la calle y quieren besarla la mano; las mozuelas le sonríen y la saludan con amor; los hombres todos se quitan el sombrero a su paso y se inclinan con la más espontánea reverencia y con la más sencilla y natural simpatía.



Pepita Jiménez, a quien muchos han visto nacer, a quien vieron todos en la miseria, viviendo con su madre, a quien han visto después casada con el decrépito y avaro D. Gumersindo, hace olvidar todo esto, y aparece como un ser peregrino, venido de alguna tierra lejana, de alguna esfera superior, pura y radiante, y obliga y mueve al acatamiento afectuoso, a algo como admiración amantísima a todos sus compatricios.



Veo que distraídamente voy cayendo en el mismo defecto que en el padre vicario censuro, y que no hablo a Vd. sino de Pepita Jiménez. Pero esto es natural. Aquí no se habla de otra cosa. Se diría que todo el lugar está lleno del espíritu, del pensamiento, de la imagen de esta singular mujer, que yo no acierto aún a determinar si es un ángel o una refinada coqueta llena de astucia instintiva, aunque los términos parezcan contradictorios. Porque lo que es con plena conciencia estoy convencido de que esta mujer no es coqueta ni sueña en ganarse voluntades para satisfacer su vanagloria.



Hay sinceridad y candor en Pepita Jiménez. No hay más que verla para creerlo así. Su andar airoso y reposado, su esbelta estatura, lo terso y despejado de su frente, la suave y pura luz de sus miradas, todo se concierta en un ritmo adecuado, todo se une en perfecta armonía, donde no se descubre nota que disuene.



¡Cuánto me pesa de haber venido por aquí y de permanecer aquí tan largo tiempo! Había pasado la vida en su casa de Vd. y en el Seminario, no había visto ni tratado más que a mis compañeros y maestros; nada conocía del mundo sino por especulación y teoría; y de pronto, aunque sea en un lugar, me veo lanzado en medio del mundo, y distraído de mis estudios, meditaciones y oraciones por mil objetos profanos.

sábado, 18 de agosto de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo I. Cartas de mi sobrino (4)


8 de Abril.



Siguen las diversiones campestres, en que tengo que intervenir muy a pesar mío.



He acompañado a mi padre a ver casi todas sus fincas, y mi padre y sus amigos se pasman de que yo no sea completamente ignorante en las cosas del campo. No parece sino que para ellos el estudio de la teología, a que me he dedicado, es contrario del todo al conocimiento de las cosas naturales. ¡Cuánto han admirado mi erudición al verme distinguir en las viñas, donde apenas empiezan a brotar los pámpanos, la cepa Pedro-Jiménez de la baladí y de la Don-Bueno! ¡Cuánto han admirado también que en los verdes sembrados sepa yo distinguir la cebada del trigo y el anís de las habas; que conozca muchos árboles frutales y de sombra; y que, aun de las yerbas que nacen espontáneamente en el campo, acierte yo con varios nombres y refiera bastantes condiciones y virtudes!



Pepita Jiménez, que ha sabido por mi padre lo mucho que me gustan las huertas de por aquí, nos ha convidado a ver una que posee a corta distancia del lugar, y a comer las fresas tempranas que en ella se crían. Este antojo de Pepita de obsequiar tanto a mi padre, quien la pretende y a quien desdeña, me parece a menudo que tiene su poco de coquetería, digna de reprobación; pero cuando veo a Pepita después, y la hallo tan natural, tan franca y tan sencilla, se me pasa el mal pensamiento e imagino que todo lo hace candorosamente y que no la lleva otro fin que el de conservar la buena amistad que con mi familia la liga.



Sea como sea, anteayer tarde fuimos a la huerta de Pepita. Es hermoso sitio, de lo más ameno y pintoresco que puede imaginarse. El riachuelo que riega casi todas estas huertas, sangrado por mil acequias, pasa al lado de la que visitamos: se forma allí una presa, y cuando se suelta el agua sobrante del riego, cae en un hondo barranco poblado en ambas márgenes de álamos blancos y negros, mimbrones, adelfas floridas y otros árboles frondosos. La cascada, de agua limpia y transparente, se derrama en el fondo, formando espuma, y luego sigue su curso tortuoso por un cauce que la naturaleza misma ha abierto, esmaltando sus orillas de mil yerbas y flores, y cubriéndolas ahora con multitud de violetas. Las laderas que hay a un extremo de la huerta están llenas de nogales, higueras, avellanos y otros árboles de fruta. Y en la parte llana hay cuadros de hortaliza, de fresas, de tomates, patatas, judías y pimientos, y su poco de jardín, con grande abundancia de flores, de las que por aquí más comúnmente se crían. Los rosales, sobre todo, abundan, y los hay de mil diferentes especies. La casilla del hortelano es más bonita y limpia de lo que en esta tierra se suele ver, y al lado de la casilla hay otro pequeño edificio reservado para el dueño de la finca, y donde nos agasajó Pepita con una espléndida merienda, a la cual dio pretexto el comer las fresas, que era el principal objeto que allí nos llevaba. La cantidad de fresas fue asombrosa para lo temprano de la estación, y nos fueron servidas con leche de algunas cabras que Pepita también posee.



Asistimos a esta gira el médico, el escribano, mi tía doña Casilda, mi padre y yo; sin faltar el indispensable señor vicario, padre espiritual, y más que padre espiritual, admirador y encomiador perpetuo de Pepita.



Por un refinamiento algo sibarítico, no fue el hortelano, ni su mujer, ni el chiquillo del hortelano, ni ningún otro campesino quien nos sirvió la merienda, sino dos lindas muchachas, criadas y como confidentas de Pepita, vestidas a lo rústico, si bien con suma pulcritud y elegancia. Llevaban trajes de percal de vistosos colores, cortos y ceñidos al cuerpo, pañuelos de seda cubriendo las espaldas, y descubierta la cabeza, donde lucían abundantes y lustrosos cabellos negros, trenzados y atados luego formando un moño en figura de martillo, y por delante rizos sujetos con sendas horquillas, por acá llamados caracoles. Sobre el moño o castaña ostentaban cada una de estas doncellas un ramo de frescas rosas.



Salvo la superior riqueza de la tela y su color negro, no era más cortesano el traje de Pepita. Su vestido de merino tenía la misma forma que el de las criadas, y, sin ser muy corto, no arrastraba ni recogía suciamente el polvo del camino. Un modesto pañolito de seda negra cubría también, al uso del lugar, su espalda y su pecho, y en la cabeza no ostentaba tocado, ni flor, ni joya, ni más adorno que el de sus propios cabellos rubios. En la única cosa que note por parte de Pepita cierto esmero, en que se apartaba de los usos aldeanos, era en llevar guantes. Se conoce que cuida mucho sus manos y que tal vez pone alguna vanidad en tenerlas muy blancas y bonitas, con unas uñas lustrosas y sonrosadas, pero si tiene esta vanidad, es disculpable en la flaqueza humana, y al fin, si yo no estoy trascordado, creo que Santa Teresa tuvo la misma vanidad cuando era joven, lo cual no le impidió ser una santa tan grande.



En efecto, yo me explico, aunque no disculpo, esta pícara vanidad. ¡Es tan distinguido, tan aristocrático, tener una linda mano! Hasta se me figura a veces que tiene algo de simbólico. La mano es el instrumento de nuestras obras, el signo de nuestra nobleza, el medio por donde la inteligencia reviste de forma sus pensamientos artísticos, y da ser a las creaciones de la voluntad, y ejerce el imperio que Dios concedió al hombre sobre todas las criaturas. Una mano ruda, nerviosa, fuerte, tal vez callosa, de un trabajador, de un obrero, demuestra noblemente ese imperio; pero en lo que tiene de más violento y mecánico. En cambio, las manos de esta Pepita, que parecen casi diáfanas como el alabastro, si bien con leves tintas rosadas, donde cree uno ver circular la sangre pura y sutil, que da a sus venas un ligero viso azul; estas manos, digo, de dedos afilados y de sin par corrección de dibujo, parecen el símbolo del imperio mágico, del dominio misterioso que tiene y ejerce el espíritu humano, sin fuerza material, sobre todas las cosas visibles que han sido inmediatamente creadas por Dios y que por medio del hombre Dios completa y mejora. Imposible parece que quien tiene manos como Pepita tenga pensamiento impuro, ni idea grosera, ni proyecto ruin que esté en discordancia con las limpias manos que deben ejecutarle.



No hay que decir que mi padre se mostró tan embelesado como siempre de Pepita, y ella tan fina y cariñosa con él, si bien con un cariño más filial de lo que mi padre quisiera. Es lo cierto que mi padre, a pesar de la reputación que tiene de ser por lo común poco respetuoso y bastante profano con las mujeres, trata a ésta con un respeto y unos miramientos tales, que ni Amadís los usó mayores con la señora Oriana en el período más humilde de sus pretensiones y galanteos: ni una palabra que disuene, ni un requiebro brusco e inoportuno, ni un chiste algo amoroso de estos que con tanta frecuencia suelen permitirse los andaluces. Apenas si se atreve a decir a Pepita «buenos ojos tienes»; y en verdad que si lo dijese no mentiría, porque los tiene grandes, verdes como los de Circe, hermosos y rasgados; y lo que más mérito y valor les da, es que no parece sino que ella no lo sabe, pues no se descubre en ella la menor intención de agradar a nadie ni de atraer a nadie con lo dulce de sus miradas. Se diría que cree que los ojos sirven para ver y nada más que para ver. Lo contrario de lo que yo, según he oído decir, presumo que creen la mayor parte de las mujeres jóvenes y bonitas, que hacen de los ojos un arma de combate y como un aparato eléctrico o fulmíneo para rendir corazones y cautivarlos. No son así, por cierto, los ojos de Pepita, donde hay una serenidad y una paz como del cielo. Ni por eso se puede decir que miren con fría indiferencia. Sus ojos están llenos de caridad y de dulzura. Se posan con afecto en un rayo de luz, en una flor, hasta en cualquier objeto inanimado; pero con más afecto aún, con muestras de sentir más blando, humano y benigno, se posan en el prójimo, sin que el prójimo, por joven, gallardo y presumido que sea, se atreva a suponer nada más que caridad y amor al prójimo, y, cuando más, predilección amistosa, en aquella serena y tranquila mirada.



Yo me paro a pensar si todo esto será estudiado; si esta Pepita será una gran comedianta; pero sería tan perfecto el fingimiento y tan oculta la comedia, que me parece imposible. La misma naturaleza, pues, es la que guía y sirve de norma a esta mirada y a estos ojos. Pepita, sin duda, amó a su madre primero, y luego las circunstancias la llevaron a amar a D. Gumersindo por deber, como al compañero de su vida; y luego, sin duda, se extinguió en ella toda pasión que pudiera inspirar ningún objeto terreno, y amó a Dios, y amó las cosas todas por amor de Dios, y se encontró quizás en una situación de espíritu apacible y hasta envidiable, en la cual, si tal vez hubiese algo que censurar, sería un egoísmo del que ella misma no se da cuenta. Es muy cómodo amar de este modo suave, sin atormentarse con el amor; no tener pasión que combatir; hacer del amor y del afecto a los demás un aditamento y como un complemento del amor propio.



A veces me pregunto a mí mismo, si al censurar en mi interior esta condición de Pepita, no soy yo quien me censuro. ¿Qué sé yo lo que pasa en el alma de esa mujer, para censurarla? ¿Acaso, al creer que veo su alma, no es la mía la que veo? Yo no he tenido ni tengo pasión alguna que vencer: todas mis inclinaciones bien dirigidas, todos mis instintos buenos y malos, merced a la sabia enseñanza de usted, van sin obstáculos ni tropiezos encaminados al mismo propósito; cumpliéndolo se satisfarían no sólo mis nobles y desinteresados deseos, sino también mis deseos egoístas, mi amor a la gloria, mi afán de saber, mi curiosidad de ver tierras distantes, mi anhelo de ganar nombre y fama. Todo esto se cifra en llegar al término de la carrera que he emprendido. Por este lado, se me antoja a veces que soy más censurable que Pepita, aun suponiéndola merecedora de censura.



Yo he recibido ya las órdenes menores; he desechado de mi alma las vanidades del mundo; estoy tonsurado; me he consagrado al altar, y sin embargo, un porvenir de ambición se presenta a mis ojos y veo con gusto que puedo alcanzarle y me complazco en dar por ciertas y valederas las condiciones que tengo para ello, por más que a veces llame a la modestia en mi auxilio a fin de no confiar demasiado. En cambio esta mujer ¿a qué aspira ni qué quiere? Yo la censuro de que se cuida las manos; de que mira tal vez con complacencia su belleza; casi la censuro de su pulcritud, del esmero que pone en vestirse, de yo no sé qué coquetería que hay en la misma modestia y sencillez con que se viste. ¡Pues qué! ¿La virtud ha de ser desaliñada? ¿Ha de ser sucia la santidad? Un alma pura y limpia, ¿no puede complacerse en que el cuerpo también lo sea? Es extraña esta malevolencia con que miro el primor y el aseo de Pepita. ¿Será tal vez porque va a ser mi madrastra? ¡Pero si no quiere ser mi madrastra! ¡Si no quiere a mi padre! Verdad es que las mujeres son raras: quién sabe si en el fondo de su alma no se siente inclinada ya a querer a mi padre y a casarse con él, si bien, atendiendo a aquello de que lo que mucho vale mucho cuesta, se propone, páseme Vd. la palabra, molerle antes con sus desdenes, tenerle sujeto a su servidumbre, poner a prueba la constancia de su afecto y acabar por darle el plácido sí. ¡Allá veremos!



Ello es que la fiesta en la huerta fue apaciblemente divertida: se habló de flores, de frutos, de injertos, de plantaciones y de otras mil cosas relativas a la labranza, luciendo Pepita sus conocimientos agrónomos en competencia con mi padre, conmigo y con el señor vicario, que se queda con la boca abierta cada vez que habla Pepita, y jura que en los setenta y pico de años que tiene de edad, y en sus largas peregrinaciones, que le han hecho recorrer casi toda la Andalucía, no ha conocido mujer más discreta ni más atinada en cuanto piensa y dice.



Cuando volvemos a casa de cualquiera de estas expediciones, vuelvo a insistir con mi padre en mi ida con Vd. a fin de que llegue el suspirado momento de que yo me vea elevado al sacerdocio; pero mi padre está tan contento de tenerme a su lado y se siente tan a gusto en el lugar, cuidando de sus fincas, ejerciendo mero y mixto imperio como cacique, y adorando a Pepita y consultándoselo todo como a su ninfa Egeria, que halla siempre y hallará aún, tal vez durante algunos meses, fundado pretexto para retenerme aquí. Ya tiene que clarificar el vino de yo no sé cuántas pipas de la candiotera; ya tiene que trasegar otro; ya es menester binar los majuelos; ya es preciso arar los olivares, y cavar los pies a los olivos: en suma, me retiene aquí contra mi gusto; aunque no debiera yo decir «contra mi gusto», porque le tengo muy grande en vivir con un padre que es para mí tan bueno.



Lo malo es que con esta vida temo materializarme demasiado: me parece sentir alguna sequedad de espíritu durante la oración; mi fervor religioso disminuye; la vida vulgar va penetrando y se va infiltrando en mi naturaleza. Cuando rezo, padezco distracciones; no pongo en lo que digo a mis solas, cuando el alma debe elevarse a Dios, aquella atención profunda que antes ponía. En cambio, la ternura de mi corazón, que no se fija en objeto condigno, que no se emplea y consume en lo que debiera, brota y como que rebosa en ocasiones por objetos y circunstancias que tienen mucho de pueriles, que me parecen ridículos, y de los cuales me avergüenzo. Si me despierto en el silencio de la alta noche y oigo que algún campesino enamorado canta, al son de su guitarra mal rasgueada, una copla de fandango o de rondeñas, ni muy discreta, ni muy poética, ni muy delicada, suelo enternecerme como si oyera la más celestial melodía. Una compasión loca, insana, me aqueja a veces. El otro día cogieron los hijos del aperador de mi padre un nido de gorriones, y al ver yo los pajarillos sin plumas aún y violentamente separados de la madre cariñosa, sentí suma angustia, y, lo confieso, se me saltaron las lágrimas. Pocos días antes, trajo del campo un rústico una ternerita que se había perniquebrado; iba a llevarla al matadero y venía a decir a mi padre qué quería de ella para su mesa: mi padre pidió unas cuantas libras de carne, la cabeza y las patas; yo me conmoví al ver la ternerita y estuve a punto, aunque la vergüenza lo impidió, de comprársela al hombre, a ver si yo la curaba y conservaba viva. En fin, querido tío, menester es tener la gran confianza que tengo yo con Vd. para contarle estas muestras de sentimiento extraviado y vago, y hacerle ver con ellas que necesito volver a mi antigua vida, a mis estudios, a mis altas especulaciones, y acabar por ser sacerdote para dar al fuego que devora mi alma el alimento sano y bueno que debe tener.

viernes, 17 de agosto de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo I. Cartas de mi sobrino (3)


4 de Abril.



La monotonía de mi vida en este lugar empieza a fastidiarme bastante, y no porque la vida mía en otras partes haya sido más activa físicamente; antes al contrario, aquí me paseo mucho, a pie y a caballo, voy al campo, y por complacer a mi padre concurro a casinos y reuniones; en fin, vivo como fuera de mi centro y de mi modo de ser; pero mi vida intelectual es nula; no leo un libro ni apenas me dejan un momento para pensar y meditar sosegadamente: y como el encanto de mi vida estribaba en estos pensamientos y meditaciones, me parece monótona la que hago ahora. Gracias a la paciencia, que usted me ha recomendado para todas las ocasiones, puedo sufrirla.



Otra causa de que mi espíritu no esté completamente tranquilo es el anhelo que cada día siento más vivo de tomar el estado a que resueltamente me inclino desde hace años. Me parece que en estos momentos, cuando se halla tan cercana la realización del constante sueño de mi vida, es como una profanación distraer la mente hacia otros objetos. Tanto me atormenta esta idea y tanto cavilo sobre ella, que mi admiración por la belleza de las cosas creadas; por el cielo tan lleno de estrellas en estas serenas noches de primavera, y en esta región de Andalucía; por estos alegres campos, cubiertos ahora de verdes sembrados, y por estas frescas y amenas huertas con tan lindas y sombrías alamedas, con tantos mansos arroyos y acequias, con tanto lugar apartado y esquivo, con tanto pájaro que le da música y con tantas flores y yerbas olorosas; esta admiración y entusiasmo mío, repito, que en otro tiempo me parecían avenirse por completo con el sentimiento religioso que llenaba mi alma, excitándole y sublimándole en vez de debilitarle, hoy casi me parece pecaminosa distracción e imperdonable olvido de lo eterno por lo temporal, de lo increado y suprasensible por lo sensible y creado. Aunque con poco aprovechamiento en la virtud, aunque nunca libre mi espíritu de los fantasmas de la imaginación, aunque no exento en mí el hombre interior de las impresiones exteriores y del fatigoso método discursivo, aunque incapaz de reconcentrarme por un esfuerzo de amor en el centro mismo de la simple inteligencia, en el ápice de la mente, para ver allí la verdad y la bondad, desnudas de imágenes y de formas, aseguro a Vd. que tengo miedo del modo de orar imaginario, propio de un hombre corporal y tan poco aprovechado como yo soy. La misma meditación racional me infunde recelo. No quisiera yo hacer discursos para conocer a Dios, ni traer razones de amor para amarle. Quisiera alzarme de un vuelo a la contemplación esencial e íntima. ¿Quién me diese alas, como de paloma, para volar al seno del que ama mi alma? Pero, ¿cuáles son, dónde están mis méritos? ¿Dónde las mortificaciones, la larga oración y el ayuno? ¿Qué he hecho yo, Dios mío, para que tú me favorezcas?



Harto sé que los impíos del día presente acusan, con falta completa de fundamento, a nuestra santa religión de mover las almas a aborrecer todas las cosas del mundo, a despreciar o a desdeñar la naturaleza, tal vez a temerla casi, como si hubiera en ella algo de diabólico, encerrando todo su amor y todo su afecto en el que llaman monstruoso egoísmo del amor divino, porque creen que el alma se ama a sí propia amando a Dios. Harto sé que no es así, que no es ésta la verdadera doctrina; que el amor divino es la caridad, y que amar a Dios es amarlo todo, porque todo está en Dios y Dios está en todo por inefable y alta manera. Harto sé que no peco amando las cosas por el amor de Dios, lo cual es amarlas por ellas con rectitud; porque ¿qué son ellas más que la manifestación, la obra del amor de Dios? Y, sin embargo, no sé qué extraño temor, qué singular escrúpulo, qué apenas perceptible e indeterminado remordimiento me atormenta ahora, cuando tengo, como antes, como en otros días de mi juventud, como en la misma niñez, alguna efusión de ternura, algún rapto de entusiasmo, al penetrar en una enramada frondosa, al oír el canto del ruiseñor en el silencio de la noche, al escuchar el pío de las golondrinas, al sentir el arrullo enamorado de la tórtola, al ver las flores o al mirar las estrellas. Se me figura a veces que hay en todo esto algo de delectación sensual, algo que me hace olvidar, por un momento al menos, más altas aspiraciones. No quiero yo que en mí el espíritu peque contra la carne; pero no quiero tampoco que la hermosura de la materia, que sus deleites, aun los más delicados, sutiles y aéreos, aun los que más bien por el espíritu que por el cuerpo se perciben, como el silbo delgado del aire fresco, cargado de aromas campesinos, como el canto de las aves, como el majestuoso y reposado silencio de las horas nocturnas, en estos jardines y huertas, me distraigan de la contemplación de la superior hermosura, y entibien ni por un momento mi amor hacia quien ha creado esta armoniosa fábrica del mundo.



No se me oculta que todas estas cosas materiales son como las letras de un libro, son como los signos y caracteres donde el alma, atenta a su lectura, puede penetrar un hondo sentido y leer y descubrir la hermosura de Dios, que, si bien imperfectamente, está en ellas como trasunto o más bien como cifra, porque no la pintan, sino que la representan. En esta distinción me fundo a veces para dar fuerza a mis escrúpulos y mortificarme. Porque yo me digo: si amo la hermosura de las cosas terrenales tales como ellas son, y si la amo con exceso, es idolatría; debo amarla como signo, como representación de una hermosura oculta y divina, que vale mil veces más, que es incomparablemente superior en todo.



Hace pocos días cumplí veintidós años. Tal ha sido hasta ahora mi fervor religioso, que no he sentido más amor que el inmaculado amor de Dios mismo y de su santa religión, que quisiera difundir y ver triunfante en todas las regiones de la tierra. Confieso que algún sentimiento profano se ha mezclado con esta pureza de afecto. Vd. lo sabe, se lo he dicho mil veces; y Vd., mirándome con su acostumbrada indulgencia, me ha contestado que el hombre no es un ángel y que sólo pretender tanta perfección es orgullo; que debo moderar esos sentimientos y no empeñarme en ahogarlos del todo. El amor a la ciencia, el amor a la propia gloria, adquirida por la ciencia misma, hasta el formar uno de sí propio no desventajoso concepto; todo ello, sentido con moderación, velado y mitigado por la humildad cristiana y encaminado a buen fin, tiene sin duda algo de egoísta; pero puede servir de estímulo y apoyo a las más firmes y nobles resoluciones. No es, pues, el escrúpulo que me asalta hoy el de mi orgullo, el de tener sobrada confianza en mí mismo, el de ansiar gloria mundana, o el de ser sobrado curioso de ciencia; no es nada de esto; nada que tenga relación con el egoísmo, sino en cierto modo lo contrario. Siento una dejadez, un quebranto, un abandono de la voluntad, una facilidad tan grande para las lágrimas; lloro tan fácilmente de ternura al ver una florecilla bonita o al contemplar el rayo misterioso, tenue y ligerísimo de una remota estrella, que casi tengo miedo.



Dígame Vd. qué piensa de estas cosas; si hay algo de enfermizo en esta disposición de mi ánimo.

jueves, 16 de agosto de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo I. Cartas de mi sobrino (2)


28 de Marzo.



Me voy cansando de mi residencia en este lugar, y cada día siento más deseo de volverme con Vd. y de recibir las órdenes; pero mi padre quiere acompañarme, quiere estar presente en esa gran solemnidad y exige de mí que permanezca aquí con él dos meses por lo menos. Está tan afable, tan cariñoso conmigo, que sería imposible no darle gusto en todo. Permaneceré, pues, aquí el tiempo que él quiera. Para complacerle, me violento y procuro aparentar que me gustan las diversiones de aquí, las giras campestres y hasta la caza, a todo lo cual le acompaño. Procuro mostrarme más alegre y bullicioso de lo que naturalmente soy. Como en el pueblo, medio de burla, medio en son de elogio, me llaman el santo, yo por modestia trato de disimular estas apariencias de santidad o de suavizarlas y humanarlas con la virtud de la eutropelia, ostentando una alegría serena y decente, la cual nunca estuvo reñida ni con la santidad ni con los santos. Confieso, con todo, que las bromas y fiestas de aquí, que los chistes groseros y que el regocijo estruendoso me cansan. No quisiera incurrir en murmuración ni ser maldiciente, aunque sea con todo sigilo y de mí para Vd.; pero a menudo me doy a pensar que tal vez sería más difícil empresa el moralizar y evangelizar un poco a estas gentes, y más lógica y meritoria, que el irse a la India, a la Persia o la China, dejándose atrás a tanto compatriota, si no perdido, algo pervertido. ¡Quién sabe! Dicen algunos que las ideas modernas, que el materialismo y la incredulidad tienen la culpa de todo; pero si la tienen, pero si obran tan malos efectos, ha de ser de un modo extraño, mágico, diabólico, y no por medios naturales, pues es lo cierto que nadie lee aquí libro alguno ni bueno ni malo, por donde no atino a comprender cómo puedan pervertirse con las malas doctrinas que privan ahora. ¿Estarán en el aire las malas doctrinas, a modo de miasmas de una epidemia? Acaso (y siento tener este mal pensamiento, que a Vd. sólo declaro), acaso tenga la culpa el mismo clero. ¿Está en España a la altura de su misión? ¿Va a enseñar y a moralizar en los pueblos? ¿En todos sus individuos es capaz de esto? ¿Hay verdadera vocación en los que se consagran a la vida religiosa y a la cura de almas, o es sólo un modo de vivir como otro cualquiera, con la diferencia de que hoy no se dedican a él sino los más menesterosos, los más sin esperanzas y sin medios, por lo mismo que esta carrera ofrece menos porvenir que cualquiera otra? Sea como sea, la escasez de sacerdotes instruidos y virtuosos excita más en mí el deseo de ser sacerdote. No quisiera yo que el amor propio me engañase; reconozco todos mis defectos; pero siento en mí una verdadera vocación y muchos de ellos podrán enmendarse con el auxilio divino.



Hace tres días tuvimos el convite, del que hablé a Vd., en casa de Pepita Jiménez. Como esta mujer vive tan retirada, no la conocí hasta el día del convite: me pareció, en efecto, tan bonita como dice la fama, y advertí que tiene con mi padre una afabilidad tan grande que le da alguna esperanza, al menos miradas las cosas someramente, de que al cabo ceda y acepte su mano.



Como es posible que sea mi madrastra, la he mirado con detención y me parece una mujer singular, cuyas condiciones morales no atino a determinar con certidumbre. Hay en ella un sosiego, una paz exterior, que puede provenir de frialdad de espíritu y de corazón, de estar muy sobre sí y de calcularlo todo, sintiendo poco o nada, y pudiera provenir también de otras prendas que hubiera en su alma; de la tranquilidad de su conciencia, de la pureza de sus aspiraciones y del pensamiento de cumplir en esta vida con los deberes que la sociedad impone, fijando la mente, como término, en esperanzas más altas. Ello es lo cierto, que o bien porque en esta mujer todo es cálculo, sin elevarse su mente a superiores esferas, o bien porque enlaza la prosa del vivir y la poesía de sus ensueños en una perfecta armonía, no hay en ella nada que desentone del cuadro general en que está colocada, y sin embargo, posee una distinción natural que la levanta y separa de cuanto la rodea. No afecta vestir traje aldeano, ni se viste tampoco según la moda de las ciudades; mezcla ambos estilos en su vestir, de modo que parece una señora, pero una señora de lugar. Disimula mucho, a lo que yo presumo, el cuidado que tiene de su persona; no se advierten en ella ni cosméticos ni afeites; pero la blancura de sus manos, las uñas tan bien cuidadas y acicaladas, y todo el aseo y pulcritud con que está vestida, denotan que cuida de estas cosas más de lo que se pudiera creerse en una persona que vive en un pueblo y que además dicen que desdeña las vanidades del mundo y sólo piensa en las cosas del cielo.



Tiene la casa limpísima y todo en un orden perfecto. Los muebles no son artísticos ni elegantes; pero tampoco se advierte en ellos nada pretencioso y de mal gusto. Para poetizar su estancia, tanto en el patio como en las salas y galerías, hay multitud de flores y plantas. No tiene, en verdad, ninguna planta rara ni ninguna flor exótica; pero sus plantas y sus flores, de lo más común que hay por aquí, están cuidadas con extraordinario mimo.



Varios canarios en jaulas doradas animan con sus trinos toda la casa. Se conoce que el dueño de ella necesita seres vivos en quien poner algún cariño; y, a más de algunas criadas, que se diría que ha elegido con empeño, pues no puede ser mera casualidad el que sean todas bonitas, tiene, como las viejas solteronas, varios animales que le hacen compañía: un loro, una perrita de lanas muy lavada y dos o tres gatos, tan mansos y sociables, que se le ponen a uno encima.



En un extremo de la sala principal hay algo como oratorio, donde resplandece un niño Jesús de talla, blanco y rubio, con ojos azules y bastante guapo. Su vestido es de raso blanco, con manto azul, lleno de estrellitas de oro, y todo él está cubierto de dijes y de joyas. El altarito en que está el niño Jesús se ve adornado de flores, y alrededor macetas de brusco y laureola, y en el altar mismo, que tiene gradas o escaloncitos, mucha cera ardiendo.



Al ver todo esto, no sé qué pensar; pero más a menudo me inclino a creer que la viuda se ama a sí misma sobre todo, y que para recreo y para efusión de este amor tiene los gatos, los canarios, las flores y al propio niño Jesús, que en el fondo de su alma tal vez no esté muy por encima de los canarios y de los gatos.



No se puede negar que la Pepita Jiménez es discreta: ninguna broma tonta, ninguna pregunta impertinente sobre mi vocación y sobre las órdenes que voy a recibir dentro de poco, han salido de sus labios. Habló conmigo de las cosas del lugar, de la labranza, de la última cosecha de vino y de aceite y del modo de mejorar la elaboración del vino; todo ello con modestia y naturalidad, sin mostrar deseo de pasar por muy entendida.



Mi padre estuvo finísimo; parecía remozado, y sus extremos cuidadosos hacia la dama de sus pensamientos eran recibidos, si no con amor, con gratitud.



Asistieron al convite el médico, el escribano y el señor vicario, grande amigo de la casa y padre espiritual de Pepita.



El señor vicario debe de tener un alto concepto de ella, porque varias veces me habló aparte de su caridad, de las muchas limosnas que hacía, de lo compasiva y buena que era para todo el mundo; en suma, me dijo que era una santa.



Oído el señor vicario y fiándome en su juicio, yo no puedo menos de desear que mi padre se case con la Pepita. Como mi padre no es a propósito para hacer vida penitente, éste sería el único modo de que cambiase su vida, tan agitada y tempestuosa hasta aquí, y de que viniese a parar a un término, si no ejemplar, ordenado y pacífico.



Cuando nos retiramos de casa de Pepita Jiménez y volvimos a la nuestra, mi padre me habló resueltamente de su proyecto: me dijo que él había sido un gran calavera, que había llevado una vida muy mala y que no veía medio de enmendarse, a pesar de sus años, si aquella mujer, que era su salvación, no le quería y se casaba con él. Dando ya por supuesto que iba a quererle y a casarse, mi padre me habló de intereses; me dijo que era muy rico y que me dejaría mejorado, aunque tuviese varios hijos más. Yo le respondí que para los planes y fines de mi vida necesitaba harto poco dinero, y que mi mayor contento sería verle dichoso con mujer e hijos, olvidado de sus antiguos devaneos. Me habló luego mi padre de sus esperanzas amorosas, con un candor y con una vivacidad tales, que se diría que yo era el padre y el viejo, y él un chico de mi edad o más joven. Para ponderarme el mérito de la novia, y la dificultad del triunfo, me refirió las condiciones y excelencias de los quince o veinte novios que Pepita había tenido, y que todos habían llevado calabazas. En cuanto a él, según me explicó, hasta cierto punto las había también llevado; pero se lisonjeaba de que no fuesen definitivas, porque Pepita le distinguía tanto, y le mostraba tan grande afecto, que, si aquello no era amor, pudiera fácilmente convertirse en amor con el largo trato y con la persistente adoración que él le consagraba. Además, la causa del desvío de Pepita tenía para mi padre un no sé qué de fantástico y de sofístico que al cabo debía desvanecerse. Pepita no quería retirarse a un convento ni se inclinaba a la vida penitente: a pesar de su recogimiento y de su devoción religiosa, harto se dejaba ver que se complacía en agradar. El aseo y el esmero de su persona poco tenían de cenobíticos. La culpa de los desvíos de Pepita, decía mi padre, es sin duda su orgullo, orgullo en gran parte fundado: ella es naturalmente elegante, distinguida; es un ser superior por la voluntad y por la inteligencia, por más que con modestia lo disimule; ¿cómo, pues, ha de entregar su corazón a los palurdos que la han pretendido hasta ahora? Ella imagina que su alma está llena de un místico amor de Dios, y que sólo con Dios se satisface, porque no ha salido a su paso todavía un mortal bastante discreto y agradable que le haga olvidar hasta a su niño Jesús. Aunque sea inmodestia, añadía mi padre, yo me lisonjeo aún de ser ese mortal dichoso.



Tales son, querido tío, las preocupaciones y ocupaciones de mi padre en este pueblo, y las cosas tan extrañas para mí y tan ajenas a mis propósitos y pensamientos de que me habla con frecuencia, y sobre las cuales quiere que dé mi voto.



No parece sino que la excesiva indulgencia de usted para conmigo ha hecho cundir aquí mi fama de hombre de consejo: paso por un pozo de ciencia; todos me refieren sus cuitas y me piden que les muestre el camino que deben seguir. Hasta el bueno del señor vicario, aun exponiéndose a revelar algo como secretos de confesión, ha venido ya a consultarme sobre vanos casos de conciencia que se le han presentado en el confesionario. Mucho me ha llamado la atención uno de estos casos que me ha sido referido por el vicario, como todos, con profundo misterio y sin decirme el nombre de la persona interesada.



Cuenta el señor vicario, que una hija suya de confesión tiene grandes escrúpulos, porque se siente llevada con irresistible impulso hacia la vida solitaria y contemplativa, pero teme a veces que este fervor de devoción no venga acompañado de una verdadera humildad, sino que en parte le promueva y excite el mismo demonio del orgullo.



Amar a Dios sobre todas las cosas, buscarle en el centro del alma donde está, purificarse de todas las pasiones y afecciones terrenales, para unirse a él, son ciertamente anhelos piadosos y determinaciones buenas; pero el escrúpulo está en saber, en calcular si nacerán o no de un amor propio exagerado. ¿Nacerán acaso, parece que piensa la penitente, de que yo, aunque indigna y pecadora, presumo que vale más mi alma que las almas de mis semejantes; que la hermosura interior de mi mente y de mi voluntad se turbaría y se empañaría con el afecto de los seres humanos que conozco y que creo que no me merecen? ¿Amo a Dios, no sobre todas las cosas, de un modo infinito, sino sobre lo poco conocido que desdeño, que desestimo, que no puede llenar mi corazón? Si mi devoción tiene este fundamento, hay en ella dos grandes faltas: la primera, que no está cimentada en un puro amor de Dios, lleno de humildad y de caridad, sino en el orgullo; y la segunda, que esa devoción no es firme y valedera, sino que está en el aire, porque ¿quién asegura que no pueda el alma olvidarse del amor a su Creador, cuando no le ama de un modo infinito, sino porque no hay criatura a quien juzgue digna de que el amor en ella se emplee?



Sobre este caso de conciencia, harto alambicado y sutil para que así preocupe a una lugareña, ha venido a consultarme el padre vicario. Yo he querido excusarme de decir nada, fundándome en mi inexperiencia y pocos años; pero el señor vicario se ha obstinado de tal suerte, que no he podido menos de discurrir sobre el caso. He dicho, y mucho me alegraría de que Vd. aprobase mi parecer, que lo que importa a esta hija de confesión atribulada, es mirar con mayor benevolencia a los hombres que la rodean, y en vez de analizar y desentrañar sus faltas con el escalpelo de la crítica, tratar de cubrirlas con el manto de la caridad, haciendo resaltar todas las buenas cualidades de ellos y ponderándolas mucho, a fin de amarlos y estimarlos; que debe esforzarse por ver en cada ser humano un objeto digno de amor, un verdadero prójimo, un igual suyo, un alma en cuyo fondo hay un tesoro de excelentes prendas y virtudes, un ser hecho, en suma, a imagen y semejanza de Dios. Realzado así cuanto nos rodea, amando y estimando a las criaturas por lo que son y por más de lo que son, procurando no tenerse por superior a ellas en nada, antes bien, profundizando con valor en el fondo de nuestra conciencia para descubrir todas nuestras faltas y pecados, y adquiriendo la santa humildad y el menosprecio de uno mismo, el corazón se sentirá lleno de afectos humanos, y no despreciará, sino valuará en mucho el mérito de las cosas y de las personas; de modo que, si sobre este fundamento descuella luego, y se levanta el amor divino con invencible pujanza, no hay ya miedo de que pueda nacer este amor de una exagerada estimación propia, del orgullo o de un desdén injusto del prójimo, sino que nacerá de la pura y santa consideración de la hermosura y de la bondad infinitas.



Si, como sospecho, es Pepita Jiménez la que ha consultado al señor vicario sobre estas dudas y tribulaciones, me parece que mi padre no puede lisonjearse todavía de ser muy querido; pero si el vicario acierta a darla mi consejo, y ella le acepta y pone en práctica, o vendrá a hacerse una María de Ágreda o cosa por el estilo, o lo que es más probable, dejará a un lado misticismos y desvíos, y se conformará y contentará con aceptar la mano y el corazón de mi padre, que en nada es inferior a ella.

martes, 14 de agosto de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo I. Cartas de mi sobrino (1)


22 de Marzo.



Querido tío y venerado maestro: Hace cuatro días que llegué con toda felicidad a este lugar de mi nacimiento, donde he hallado bien de salud a mi padre, al señor vicario y a los amigos y parientes. El contento de verlos y de hablar con ellos, después de tantos años de ausencia, me ha embargado el ánimo y me ha robado el tiempo, de suerte que hasta ahora no he podido escribir a Vd.



Vd. me lo perdonará.



Como salí de aquí tan niño y he vuelto hecho un hombre, es singular la impresión que me causan todos estos objetos que guardaba en la memoria. Todo me parece más chico, mucho más chico; pero también más bonito que el recuerdo que tenía. La casa de mi padre, que en mi imaginación era inmensa, es sin duda una gran casa de un rico labrador; pero más pequeña que el Seminario. Lo que ahora comprendo y estimo mejor es el campo de por aquí. Las huertas, sobre todo, son deliciosas. ¡Qué sendas tan lindas hay entre ellas! A un lado, y tal vez a ambos, corre el agua cristalina con grato murmullo. Las orillas de las acequias están cubiertas de yerbas olorosas y de flores de mil clases. En un instante puede uno coger un gran ramo de violetas. Dan sombra a estas sendas pomposos y gigantescos nogales, higueras y otros árboles, y forman los vallados la zarzamora, el rosal, el granado y la madreselva.



Es portentosa la multitud de pajarillos que alegran estos campos y alamedas.



Yo estoy encantado con las huertas, y todas las tardes me paseo por ellas un par de horas.



Mi padre quiere llevarme a ver sus olivares, sus viñas, sus cortijos; pero nada de esto hemos visto aún. No he salido del lugar y de las amenas huertas que le circundan.



Es verdad que no me dejan parar con tanta visita.



Hasta cinco mujeres han venido a verme que todas han sido mis amas y me han abrazado y besado.



Todos me llaman Luisito o el niño de D. Pedro, aunque tengo ya veintidós años cumplidos. Todos preguntan a mi padre por el niño, cuando no estoy presente.



Se me figura que son inútiles los libros que he traído para leer, pues ni un instante me dejan solo.



La dignidad de cacique, que yo creía cosa de broma, es cosa harto seria. Mi padre es el cacique del lugar.



Apenas hay aquí quien acierte a comprender lo que llaman mi manía de hacerme clérigo, y esta buena gente me dice con un candor selvático que debo ahorcar los hábitos, que el ser clérigo está bien para los pobretones; pero que yo, soy un rico heredero, debo casarme y consolar la vejez de mi padre, dándole media docena de hermosos y robustos nietos.



Para adularme y adular a mi padre, dicen hombres y mujeres que soy un real mozo, muy salado, que tengo mucho ángel, que mis ojos son muy pícaros, y otras sandeces que me afligen, disgustan y avergüenzan, a pesar de que no soy tímido y conozco las miserias y locuras de esta vida, para no escandalizarme ni asustarme de nada.



El único defecto que hallan en mí es el de que estoy muy delgadito, a fuerza de estudiar. Para que engorde se proponen no dejarme estudiar ni leer un papel mientras aquí permanezca, y además hacerme comer cuantos primores de cocina y de repostería se confeccionan en el lugar. Está visto: quieren cebarme. No hay familia conocida que no me haya enviado algún obsequio. Ya me envían una torta de bizcocho, ya un cuajado, ya una pirámide de piñonate, ya un tarro de almíbar.



Los obsequios que me hacen no son sólo estos presentes enviados a casa, sino que también me han convidado a comer tres o cuatro personas de las más importantes del lugar.



Mañana como en casa de la famosa Pepita Jiménez, de quien Vd. habrá oído hablar sin duda alguna. Nadie ignora aquí que mi padre la pretende.



Mi padre, a pesar de sus cincuenta y cinco años, está tan bien que puede poner envidia a los más gallardos mozos del lugar. Tiene además el atractivo poderoso, irresistible para algunas mujeres, de sus pasadas conquistas, de su celebridad, de haber sido una especie de D. Juan Tenorio.



No conozco aún a Pepita Jiménez. Todos dicen que es muy linda. Yo sospecho que será una beldad lugareña y algo rústica. Por lo que de ella se cuenta, no acierto a decidir si es buena o mala moralmente; pero sí que es de gran despejo natural. Pepita tendrá veinte años; es viuda; sólo tres años estuvo casada. Era hija de doña Francisca Gálvez, viuda, como Vd. sabe, de un capitán retirado



Que le dejó a su muerte

Sólo su honrosa espada por herencia,



según dice el poeta. Hasta la edad de diez y seis años vivió Pepita con su madre en la mayor estrechez, casi en la miseria.



Tenía un tío llamado D. Gumersindo, poseedor de un mezquinísimo mayorazgo, de aquellos que en tiempos antiguos una vanidad absurda fundaba. Cualquier persona regular hubiera vivido con las rentas de este mayorazgo en continuos apuros, llena tal vez de trampas y sin acertar a darse el lustre y decoro propios de su clase; pero D. Gumersindo era un ser extraordinario: el genio de la economía. No se podía decir que crease riqueza; pero tenía una extraordinaria facultad de absorción con respecto a la de los otros, y en punto a consumirla, será difícil hallar sobre la tierra persona alguna en cuyo mantenimiento, conservación y bienestar hayan tenido menos que afanarse la madre naturaleza y la industria humana. No se sabe cómo vivió; pero el caso es que vivió hasta la edad de ochenta años, ahorrando sus rentas íntegras y haciendo crecer su capital por medio de préstamos muy sobre seguro. Nadie por aquí le critica de usurero, antes bien le califican de caritativo, porque siendo moderado en todo, hasta en la usura lo era, y no solía llevar más de un 10 por 100 al año, mientras que en toda esta comarca llevan un 20 y hasta un 30 por 100, y aún parece poco.



Con este arreglo, con esta industria, y con el ánimo consagrado siempre a aumentar y a no disminuir sus bienes, sin permitirse el lujo de casarse, ni de tener hijos, ni de fumar siquiera, llegó D. Gumersindo a la edad que he dicho, siendo poseedor de un capital, importante sin duda en cualquier punto, y aquí considerado enorme, merced a la pobreza de estos lugareños y a la natural exageración andaluza.



D. Gumersindo, muy aseado y cuidadoso de su persona, era un viejo que no inspiraba repugnancia. Las prendas de su sencillo vestuario estaban algo raídas, pero sin una mancha y saltando de limpias, aunque de tiempo inmemorial se le conocía la misma capa, el mismo chaquetón y los mismos pantalones y chaleco. A veces se interrogaban en balde las gentes unas a otras a ver si alguien le había visto estrenar una prenda.



Con todos estos defectos, que aquí y en otras partes muchos consideran virtudes, aunque virtudes exageradas, D. Gumersindo tenía excelentes cualidades: era afable, servicial, compasivo, y se desvivía por complacer y ser útil a todo el mundo aunque le costase trabajo, desvelos y fatiga, con tal de que no le costase un real. Alegre y amigo de chanzas y de burlas, se hallaba en todas las reuniones y fiestas, cuando no eran a escote, y las regocijaba con la amenidad de su trato y con su discreta aunque poco ática conversación. Nunca había tenido inclinación alguna amorosa a una mujer determinada; pero inocentemente, sin malicia, gustaba de todas y era el viejo más amigo de requebrar a las muchachas y que más las hiciese reír que había en diez leguas a la redonda.



Ya he dicho que era tío de la Pepita. Cuando frisaba en los ochenta años, iba ella a cumplir los diez y seis. Él era poderoso; ella pobre y desvalida.



La madre de ella era una mujer vulgar, de cortas luces y de instintos groseros. Adoraba a su hija, pero continuamente y con honda amargura se lamentaba de los sacrificios que por ella hacía, de las privaciones que sufría y de la desconsolada vejez y triste muerte que iba a tener en medio de tanta pobreza. Tenía además un hijo mayor que Pepita, que había sido gran calavera en el lugar, jugador y pendenciero, a quien después de muchos disgustos, había logrado colocar en la Habana en un empleíllo de mala muerte, viéndose así libre de él y con el charco de por medio. Sin embargo, a los pocos años de estar en la Habana el muchacho, su mala conducta hizo que le dejaran cesante, y asaetaba a cartas a su madre pidiéndole dinero. La madre, que apenas tenía para sí y para Pepita, se desesperaba, rabiaba, maldecía de sí y de su destino con paciencia poco evangélica, y cifraba toda su esperanza en una buena colocación para su hija que la sacase de apuros.



En tan angustiosa situación, empezó D. Gumersindo a frecuentar la casa de Pepita y de su madre y a requebrar a Pepita con más ahínco y persistencia que solía requebrar a otras. Era, con todo, tan inverosímil y tan desatinado el suponer que un hombre, que había pasado ochenta años sin querer casarse, pensase en tal locura cuando ya tenía un pie en el sepulcro, que ni la madre de Pepita, ni Pepita mucho menos, sospecharon jamás los en verdad atrevidos pensamientos de D. Gumersindo. Así es que un día ambas se quedaron atónitas y pasmadas cuando, después de varios requiebros, entre burlas y veras, D. Gumersindo soltó con la mayor formalidad y a boca de jarro la siguiente categórica pregunta:



—Muchacha, ¿quieres casarte conmigo?



Pepita, aunque la pregunta venía después de mucha broma, y pudiera tomarse por broma, y aunque inexperta de las cosas del mundo, por cierto instinto adivinatorio que hay en las mujeres y sobre todo en las mozas, por cándidas que sean, conoció que aquello iba por lo serio, se puso colorada como una guinda, y no contestó nada. La madre contestó por ella:



—Niña, no seas mal criada; contesta a tu tío lo que debes contestar: Tío, con mucho gusto; cuando Vd. quiera.



Este Tío, con mucho gusto; cuando Vd. quiera, entonces, y varias veces después, dicen que salió casi mecánicamente de entre los trémulos labios de Pepita, cediendo a las amonestaciones, a los discursos, a las quejas y hasta al mandato imperioso de su madre.



Veo que me extiendo demasiado en hablar a Vd. de esta Pepita Jiménez y de su historia; pero me interesa y supongo que debe interesarle, pues si es cierto lo que aquí aseguran, va a ser cuñada de Vd. y madrastra mía. Procuraré, sin embargo, no detenerme en pormenores y referir en resumen cosas que acaso Vd. ya sepa, aunque hace tiempo que falta de aquí.



Pepita Jiménez se casó con D. Gumersindo. La envidia se desencadenó contra ella en los días que precedieron a la boda y algunos meses después.



En efecto, el valor moral de este matrimonio es harto discutible; mas para la muchacha, si se atiende a los ruegos de su madre, a sus quejas, hasta a su mandato; si se atiende a que ella creía por este medio proporcionar a su madre una vejez descansada y libertar a su hermano de la deshonra y de la infamia, siendo su ángel tutelar y su Providencia, fuerza es confesar que merece atenuación la censura. Por otra parte, ¿cómo penetrar en lo íntimo del corazón, en el secreto escondido de la mente juvenil de una doncella, criada tal vez con recogimiento exquisito e ignorante de todo, y saber qué idea podía ella formarse del matrimonio? Tal vez entendió que casarse con aquel viejo era consagrar su vida a cuidarle, a ser su enfermera, a dulcificar los últimos años de su vida, a no dejarle en soledad y abandono, cercado sólo de achaques y asistido por manos mercenarias, y a iluminar y dorar, por último, sus postrimerías con el rayo esplendente y suave de su hermosura y de su juventud, como ángel que toma forma humana. Si algo de esto o todo esto pensó la muchacha, y en su inocencia no penetró en otros misterios, salva queda la bondad de lo que hizo.



Como quiera que sea, dejando a un lado estas investigaciones psicológicas que no tengo derecho a hacer, pues no conozco a Pepita Jiménez, es lo cierto que ella vivió en santa paz con el viejo durante tres años; que el viejo parecía más feliz que nunca; que ella le cuidaba y regalaba con un esmero admirable, y que en su última y penosa enfermedad le atendió y veló con infatigable y tierno afecto, hasta que el viejo murió en sus brazos dejándola heredera de una gran fortuna.



Aunque hace más de dos años que perdió a su madre, y más de año y medio que enviudó, Pepita lleva aún luto de viuda. Su compostura, su vivir retirado y su melancolía son tales, que cualquiera pensaría que llora la muerte del marido como si hubiera sido un hermoso mancebo. Tal vez alguien presume o sospecha que la soberbia de Pepita y el conocimiento cierto que tiene hoy de los poco poéticos medios con que se ha hecho rica, traen su conciencia alterada y más que escrupulosa; y que, avergonzada a sus propios ojos y a los de los hombres, busca en la austeridad y en el retiro el consuelo y reparo a la herida de su corazón.



Aquí, como en todas partes, la gente es muy aficionada al dinero. Y digo mal como en todas partes: en las ciudades populosas, en los grandes centros de civilización, hay otras distinciones que se ambicionan tanto o más que el dinero, porque abren camino y dan crédito y consideración en el mundo; pero en los pueblos pequeños, donde ni la gloria literaria o científica, ni tal vez la distinción en los modales, ni la elegancia, ni la discreción y amenidad en el trato, suelen estimarse ni comprenderse, no hay otros grados que marquen la jerarquía social sino el tener más o menos dinero o cosa que lo valga. Pepita, pues, con dinero y siendo además hermosa, y haciendo, como dicen todos, buen uso de su riqueza, se ve en el día considerada y respetada extraordinariamente. De este pueblo y de todos los de las cercanías han acudido a pretenderla los más brillantes partidos, los mozos mejor acomodados. Pero, a lo que parece, ella los desdeña a todos con extremada dulzura, procurando no hacerse ningún enemigo, y se supone que tiene llena el alma de la más ardiente devoción y que su constante pensamiento es consagrar su vida a ejercicios de caridad y de piedad religiosa.



Mi padre no está más adelantado ni ha salido mejor librado, según dicen, que los demás pretendientes; pero Pepita, para cumplir el refrán de que no quita lo cortés a lo valiente, se esmera en mostrarle la amistad más franca, afectuosa y desinteresada. Se deshace con él en obsequios y atenciones; y, siempre que mi padre trata de hablarle de amor, le pone a raya echándole un sermón dulcísimo, trayéndole a la memoria sus pasadas culpas y tratando de desengañarle del mundo y de sus pompas vanas.



Confieso a Vd. que empiezo a tener curiosidad de conocer a esta mujer; tanto oigo hablar de ella. No creo que mi curiosidad carezca de fundamento, tenga nada de vano ni de pecaminoso; yo mismo siento lo que dice Pepita; yo mismo deseo que mi padre, en su edad provecta, venga a mejor vida, olvide y no renueve las agitaciones y pasiones de su mocedad, y llegue a una vejez tranquila, dichosa y honrada. Sólo difiero del sentir de Pepita en una cosa; en creer que mi padre, mejor que quedándose soltero, conseguiría esto casándose con una mujer digna, buena y que le quisiese. Por esto mismo deseo conocer a Pepita y ver si ella puede ser esta mujer, pesándome ya algo, y tal vez entre en esto cierto orgullo de familia, que si es malo quisiera desechar, los desdenes, aunque melifluos y afectuosos, de la mencionada joven viuda.



Si tuviera yo otra condición, preferiría que mi padre se quedase soltero. Hijo único entonces, heredaría todas sus riquezas, y, como si dijéramos, nada menos que el cacicato de este lugar; pero Vd. sabe bien lo firme de mi resolución.



Aunque indigno y humilde, me siento llamado al sacerdocio, y los bienes de la tierra hacen poca mella en mi ánimo. Si hay algo en mí del ardor de la juventud y de la vehemencia de las pasiones propias de dicha edad, todo habrá de emplearse en dar pábulo a una caridad activa y fecunda. Hasta los muchos libros que Vd. me ha dado a leer y mi conocimiento de la historia de las antiguas civilizaciones de los pueblos del Asia unen en mí la curiosidad científica al deseo de propagar la fe, y me convidan y excitan a irme de misionero al remoto Oriente. Yo creo que, no bien salga de este lugar, donde Vd. mismo me envía a pasar algún tiempo con mi padre, y no bien me vea elevado a la dignidad del sacerdocio, y aunque ignorante y pecador como soy, me sienta revestido por don sobrenatural y gratuito, merced a la soberana bondad del Altísimo, de la facultad de perdonar los pecados y de la misión de enseñar a las gentes, y reciba el perpetuo y milagroso favor de traer a mis manos impuras al mismo Dios humanado, dejaré a España y me iré a tierras distantes a predicar el Evangelio.



No me mueve vanidad alguna; no quiero creerme superior a ningún otro hombre. El poder de mi fe, la constancia de que me siento capaz, todo, después del favor y de la gracia de Dios, se lo debo a la atinada educación, a la santa enseñanza y al buen ejemplo de Vd., mi querido tío.



Casi no me atrevo a confesarme a mí mismo una cosa; pero contra mi voluntad esta cosa, este pensamiento, esta cavilación, acude a mi mente con frecuencia, y ya que acude a mi mente, quiero, debo confesársela a Vd.; no me es lícito ocultarle ni mis más recónditos e involuntarios pensamientos. Vd. me ha enseñado a analizar lo que el alma siente, a buscar su origen bueno o malo, a escudriñar los más hondos senos del corazón, a hacer, en suma, un escrupuloso examen de conciencia.



He pensado muchas veces sobre dos métodos opuestos de educación: el de aquéllos que procuran conservar la inocencia, confundiendo la inocencia con la ignorancia y creyendo que el mal no conocido se evita mejor que el conocido, y el de aquéllos que, valerosamente y no bien llegado el discípulo a la edad de la razón, y salva la delicadeza del pudor, le muestran el mal en toda su fealdad horrible y en toda su espantosa desnudez, a fin de que le aborrezca y le evite. Yo entiendo que el mal debe conocerse para estimar mejor la infinita bondad divina, término ideal e inasequible de todo bien nacido deseo. Yo agradezco a Vd. que me haya hecho conocer, como dice la Escritura, con la miel y la manteca de su enseñanza, todo lo malo y todo lo bueno, a fin de reprobar lo uno y aspirar a lo otro, con discreto ahínco y con pleno conocimiento de causa. Me alegro de no ser cándido, y de ir derecho a la virtud, y en cuanto cabe en lo humano, a la perfección, sabedor de todas las tribulaciones, de todas las asperezas que hay en la peregrinación que debemos hacer por este valle de lágrimas, y no ignorando tampoco lo llano, lo fácil, lo dulce, lo sembrado de flores que está, en apariencia, el camino que conduce a la perdición y a la muerte eterna.



Otra cosa que me considero obligado a agradecer a Vd., es la indulgencia, la tolerancia, aunque no complaciente y relajada, sino severa y grave, que ha sabido Vd. inspirarme para con las faltas y pecados del prójimo.



Digo todo esto porque quiero hablar a Vd. de un asunto tan delicado, tan vidrioso, que apenas hallo términos con que expresarle. En resolución, yo me pregunto a veces: este propósito mío ¿tendrá por fundamento, en parte al menos, el carácter de mis relaciones con mi padre? En el fondo de mi corazón, ¿he sabido perdonarle su conducta con mi pobre madre, víctima de sus liviandades?



Lo examino detenidamente y no hallo un átomo de rencor en mi pecho. Muy al contrario: la gratitud le llena todo. Mi padre me ha criado con amor; ha procurado honrar en mí la memoria de mi madre, y se diría que al criarme, al cuidarme, al mimarme, al esmerarse conmigo cuando pequeño, trataba de aplacar su irritada sombra, si la sombra, si el espíritu de ella, que era un ángel de bondad y de mansedumbre, hubiera sido capaz de ira. Repito, pues, que estoy lleno de gratitud hacia mi padre; él me ha reconocido, y además, a la edad de diez años me envió con Vd., a quien debo cuanto soy.



Si hay en mi corazón algún germen de virtud, si hay en mi mente algún principio de ciencia; si hay en mi voluntad algún honrado y buen propósito, a Vd. lo debo.



El cariño de mi padre hacia mí es extraordinario, es grande; la estimación en que me tiene, inmensamente superior a mis merecimientos. Acaso influya en esto la vanidad. En el amor paterno hay algo de egoísta; es como una prolongación del egoísmo. Todo mi valer, si yo le tuviese, mi padre le consideraría como creación suya, como si yo fuera emanación de su personalidad, así en el cuerpo como en el espíritu. Pero de todos modos, creo que él me quiere y que hay en este cariño algo de independiente y de superior a todo ese disculpable egoísmo de que he hablado.



Siento un gran consuelo, una gran tranquilidad en mi conciencia, y doy por ello las más fervientes gracias a Dios, cuando advierto y noto que la fuerza de la sangre, el vínculo de la naturaleza, ese misterioso lazo que nos une, me lleva, sin ninguna consideración del deber, a amar a mi padre y a reverenciarle. Sería horrible, no amarle así y esforzarse por amarle para cumplir con un mandamiento divino. Sin embargo, y aquí vuelve mi escrúpulo: mi propósito de ser clérigo o fraile, de no aceptar o de aceptar sólo una pequeña parte de los cuantiosos bienes que han de tocarme por herencia y de los cuales puedo disfrutar ya en vida de mi padre, ¿proviene sólo de mi menosprecio de las cosas del mundo, de una verdadera vocación a la vida religiosa, o proviene también de orgullo, de rencor escondido, de queja, de algo que hay en mí que no perdona lo que mi madre perdonó con generosidad sublime? Esta duda me asalta y me atormenta a veces; pero casi siempre la resuelvo en mi favor, y creo que no soy orgulloso con mi padre; creo que yo aceptaría todo cuanto tiene si lo necesitara; y me complazco en ser tan agradecido con él por lo poco como por lo mucho.



Adiós tío: en adelante escribiré a Vd. a menudo y tan por extenso como me tiene encargado, si bien no tanto como hoy, para no pecar de prolijo.

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Prefacio


El señor deán de la catedral de..., muerto pocos años ha, dejó entre sus papeles un legajo, que, rodando de unas manos en otras, ha venido a dar en las mías, sin que, por extraña fortuna, se haya perdido uno solo de los documentos de que constaba. El rótulo del legajo es la sentencia latina que me sirve de epígrafe, sin el nombre de mujer que yo le doy por título ahora; y tal vez este rótulo haya contribuido a que los papeles se conserven, pues creyéndolos cosa de sermón o de teología, nadie se movió antes que yo a desatar el balduque ni a leer una sola página.



Contiene el legajo tres partes. La primera dice: Cartas de mi Sobrino; la segunda, Paralipómenos; y la tercera, Epílogo. Cartas de mi hermano.



Todo ello está escrito de una misma letra, que se puede inferir fuese la del señor deán. Y como el conjunto forma algo a modo de novela, si bien con poco o ningún enredo, yo imaginé en un principio que tal vez el señor deán quiso ejercitar su ingenio componiéndola en algunos ratos de ocio; pero, mirado el asunto con más detención y, notando la natural sencillez del estilo, me inclino a creer ahora que no hay tal novela, sino que las cartas son copia de verdaderas cartas, que el señor deán rasgó, quemó o devolvió a sus dueños, y que la parte narrativa, designada con el título bíblico de Paralipómenos, es la sola obra del señor deán, a fin de completar el cuadro con sucesos que las cartas no refieren.



De cualquier modo que sea, confieso que no me ha cansado, antes bien me ha interesado casi la lectura de estos papeles; y como en el día se publica todo, he decidido publicarlos también, sin más averiguaciones, mudando sólo los nombres propios, para que, si viven los que con ellos se designan, no se vean en novela sin quererlo ni permitirlo.



Las cartas que la primera parte contiene parecen escritas por un joven de pocos años, con algún conocimiento teórico, pero con ninguna práctica de las cosas del mundo, educado al lado del señor deán, su tío, y en el Seminario, y con gran fervor religioso y empeño decidido de ser sacerdote.



A este joven llamaremos D. Luis de Vargas.



El mencionado manuscrito, fielmente trasladado a la estampa, es como sigue.

lunes, 13 de agosto de 2007

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