viernes, 14 de septiembre de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo III. Epílogo


La historia de Pepita y Luisito debiera terminar aquí. Este epílogo está de sobra; pero el señor deán le tenía en el legajo, y ya que no le publiquemos por completo, publicaremos parte: daremos una muestra siquiera.



A nadie debe quedar la menor duda en que don Luis y Pepita, enlazados por un amor irresistible, casi de la misma edad, hermosa ella, él gallardo y agraciado, y discretos y llenos de bondad los dos, vivieron largos años, gozando de cuanta felicidad y paz caben en la tierra; pero esto, que para la generalidad de las gentes es una consecuencia dialéctica bien deducida, se convierte en certidumbre para quien lee el epílogo.



El epílogo, además, da algunas noticias sobre los personajes secundarios que en la narración aparecen y cuyo destino puede acaso haber interesado a los lectores.



Se reduce el epílogo a una colección de cartas, dirigidas por D. Pedro de Vargas a su hermano el señor deán, desde el día de la boda de su hijo hasta cuatro años después.



Sin poner las fechas, aunque siguiendo el orden cronológico, trasladaremos aquí pocos y breves fragmentos de dichas cartas, y punto concluido.





Luis muestra la más viva gratitud a Antoñona, sin cuyos servicios no poseería a Pepita; pero esta mujer, cómplice de la única falta que él y Pepita han cometido, y tan íntima en la casa y tan enterada de todo, no podía menos de estorbar. Para librarse de ella, favoreciéndola, Luis ha logrado que vuelva a reunirse con su marido, cuyas borracheras diarias no quería ella sufrir. El hijo del maestro Cencias ha prometido no volver a emborracharse casi nunca; pero no se ha atrevido a dar un nunca absoluto y redondo. Fiada, sin embargo, en esta semi-promesa, Antoñona ha consentido en volver bajo el techo conyugal. Una vez reunidos estos esposos, Luis ha creído eficaz el método homeopático para curar de raíz al hijo del maestro Cencias, pues habiendo oído afirmar que los confiteros aborrecen el dulce, ha inferido que los taberneros deben aborrecer el vino y el aguardiente, y ha enviado a Antoñona y a su marido a la capital de esta provincia, donde les ha puesto de su bolsillo una magnífica taberna. Ambos viven allí contentos, se han proporcionado muchos marchantes, y probablemente se harán ricos. Él se emborracha aún algunas veces; pero Antoñona, que es más forzuda, le suele sacudir para que acabe de corregirse.





Currito, deseoso de imitar a su primo, a quien cada día admira más, y notando y envidiando la felicidad doméstica de Pepita y de Luis, ha buscado novia a toda prisa, y se ha casado con la hija de un rico labrador de aquí, sana, frescota, colorada como las amapolas, y que promete adquirir en breve un volumen y una densidad superiores a los de su suegra doña Casilda.





El conde de Genahazar; a los cinco meses de cama, está ya curado de su herida, y según dicen, muy enmendado de sus pasadas insolencias. Ha pagado a Pepita, hace poco, más de la mitad de la deuda; y pide espera para pagar lo restante.





Hemos tenido un disgusto grandísimo, aunque harto le preveíamos. El padre vicario, cediendo al peso de la edad, ha pasado a mejor vida. Pepita ha estado a la cabecera de su cama hasta el último instante, y le ha cerrado los ojos y la entreabierta boca con sus hermosas manos. El padre vicario ha tenido la muerte de un bendito siervo de Dios. Más que muerte parecía tránsito dichoso a más serenas regiones. Pepita, no obstante, y todos nosotros también, le hemos llorado de veras. No ha dejado más que cinco o seis duros y sus muebles, porque todo lo repartía de limosna. Con su muerte habrían quedado aquí huérfanos los pobres, si Pepita no viviese.



Mucho lamentan todos en el lugar la muerte del padre vicario; y no faltan personas que le dan por santo verdadero y merecedor de estar en los altares, atribuyéndole milagros. Yo no sé de esto; pero sé que era un varón excelente, y debe haber ido derechito a los cielos, donde tendremos en él un intercesor. Con todo, su humildad y su modestia y su temor de Dios eran tales, que hablaba de sus pecados en la hora de la muerte, como si los tuviese, y nos rogaba que pidiésemos su perdón y que rezásemos por él al Señor y a María Santísima.



En el ánimo de Luis han hecho honda impresión esta vida y esta muerte ejemplares de un hombre, menester es confesarlo, simple y de cortas luces, pero de una voluntad sana, de una fe profunda y de una caridad fervorosa. Luis se compara con el vicario, y dice que se siente humillado. Esto ha traído cierta amarga melancolía a su corazón; pero Pepita, que sabe mucho, la disipa con sonrisas y cariño.





Todo prospera en casa. Luis y yo tenemos unas candioteras que no las hay mejores en España, si prescindimos de Jerez. La cosecha de aceite ha sido este año soberbia. Podemos permitirnos todo género de lujos, y yo aconsejo a Luis y a Pepita que den un buen paseo por Alemania, Francia e Italia, no bien salga Pepita de su cuidado y se restablezca. Los chicos pueden, sin imprevisión ni locura, derrochar unos cuantos miles de duros en la expedición y traer muchos primores de libros, muebles y objetos de arte para adornar su vivienda.





Hemos aguardado dos semanas, para que sea el bautizo el día mismo del primer aniversario de la boda. El niño es un sol de bonito y muy robusto. Yo he sido el padrino, y le hemos dado mi nombre. Yo estoy soñando con que Periquito hable y diga gracias.





Para que todo les salga bien a estos enamorados esposos, resulta ahora, según cartas de la Habana, que el hermano de Pepita, cuyas tunanterías recelábamos que afrentasen a la familia, casi o sin casi va a honrarla y a encumbrarla haciéndose personaje. En tanto tiempo como hacía que no sabíamos de él, ha aprovechado bien las coyunturas, y le ha soplado la suerte. Ha tenido nuevo empleo en las aduanas, ha comerciado luego en negros, ha quebrado después, que viene a ser para ciertos hombres de negocios como una buena poda para los árboles, la cual hace que retoñen con más brío, y hoy está tan boyante, que tiene resuelto ingresar en la primera aristocracia, titulando de marqués o de duque. Pepita se asusta y se escandaliza de esta improvisada fortuna, pero yo le digo que no sea tonta: si su hermano es y había de ser de todos modos un pillete, ¿no es mejor que lo sea con buena estrella?





Así pudiéramos seguir extractando si no temiésemos fatigar a los lectores. Concluiremos, pues, copiando un poco de una de las últimas cartas.





Mis hijos han vuelto de su viaje bien de salud y con Periquito muy travieso y precioso.



Luis y Pepita vienen resueltos a no volver a salir del lugar, aunque les dure más la vida que a Filemón y a Baucis. Están enamorados como nunca el uno del otro.



Traen lindos muebles, muchos libros, algunos cuadros y no sé cuántas otras baratijas elegantes, que han comprado por esos mundos, y principalmente en París, Roma, Florencia y Viena.



Así como el afecto que se tienen, y la ternura y cordialidad con que se tratan y tratan a todo el mundo, ejercen aquí benéfica influencia en las costumbres, así la elegancia y el buen gusto, con que acabarán ahora de ordenar su casa, servirán de mucho para que la cultura exterior cunda y se extienda.



La gente de Madrid suele decir que en los lugares somos gansos y soeces, pero se quedan por allá y nunca se toman el trabajo de venir a pulirnos; antes al contrario, no bien hay alguien en los lugares, que sabe o vale, o cree saber y valer, no para hasta que se larga, si puede, y deja los campos y los pueblos de provincias abandonados.



Pepita y Luis siguen el opuesto parecer y yo los aplaudo con toda el alma.



Todo lo van mejorando y hermoseando para hacer de este retiro su edén.



No imagines, sin embargo, que la afición de Luis y Pepita al bienestar material haya entibiado en ellos en lo más mínimo el sentimiento religioso. La piedad de ambos es más profunda cada día, y en cada contento o satisfacción de que gozan o que pueden proporcionar a sus semejantes, ven un nuevo beneficio del cielo, por el cual se reconocen más obligados a demostrar su gratitud. Es más: esa satisfacción y ese contento no lo serían, no tendrían precio, ni valor, ni sustancia para ellos, si la consideración y la firme creencia en las cosas divinas no se lo prestasen.



Luis no olvida nunca, en medio de su dicha presente, el rebajamiento del ideal con que había soñado. Hay ocasiones en que su vida de ahora le parece vulgar, egoísta y prosaica, comparada con la vida de sacrificio, con la existencia espiritual a que se creyó llamado en los primeros años de su juventud; pero Pepita acude solícita a disipar estas melancolías, y entonces comprende y afirma Luis que el hombre puede servir a Dios en todos los estados y condiciones, y concierta la viva fe y el amor de Dios que llenan su alma, con este amor lícito de lo terrenal y caduco. Pero en todo ello pone Luis como un fundamento divino, sin el cual, ni en los astros que pueblan el éter, ni en las flores y frutos que hermosean el campo, ni en los ojos de Pepita, ni en la inocencia y belleza de Periquito, vería nada de amable. El mundo mayor, toda esa fábrica grandiosa del Universo, dice él que sin su Dios providente le parecería sublime, pero sin orden, ni belleza ni propósito. Y en cuanto al mundo menor, como suele llamar al hombre, tampoco le amaría, si por Dios no fuera. Y esto, no porque Dios le mande amarle, sino porque la dignidad del hombre y el merecer ser amado estriban en Dios mismo, quien no sólo hizo el alma humana a su imagen, sino que ennobleció el cuerpo humano, haciéndole templo vivo del Espíritu, comunicando con él por medio del Sacramento, sublimándole hasta el extremo de unir con él su Verbo increado. Por estas razones, y por otras que yo no acierto a explicarte aquí, Luis se consuela y se conforma con no haber sido un varón místico, extático y apostólico, y desecha la especie de envidia generosa que le inspiró el padre vicario el día de su muerte; pero tanto él como Pepita siguen con gran devoción cristiana dando gracias a Dios por el bien de que gozan, y no viendo base, ni razón, ni motivo de este bien sino en el mismo Dios.



En la casa de mis hijos hay, pues, algunas salas que parecen preciosas capillitas católicas o devotos oratorios; pero he de confesar que tienen ambos también su poquito de paganismo, como poesía rústica amoroso-pastoril, la cual ha ido a refugiarse extramuros.



La huerta de Pepita ha dejado de ser huerta y es un jardín amenísimo con sus araucarias, con sus higueras de la India, que crecen aquí al aire libre, y con su bien dispuesta, aunque pequeña estufa, llena de plantas raras.



El merendero o cenador, donde comimos las fresas aquella tarde, que fue la segunda vez que Pepita y Luis se vieron y se hablaron, se ha transformado en un airoso templete, con pórtico y columnas de mármol blanco. Dentro hay una espaciosa sala con muy cómodos muebles. Dos bellas pinturas la adornan; una representa a Psiquis, descubriendo y contemplando extasiada, a la luz de su lámpara, al Amor, dormido en su lecho; otra representa a Cloe, cuando la cigarra fugitiva se le mete en el pecho, donde creyéndose segura, y a tan grata sombra, se pone a cantar, mientras que Dafnis procura sacarla de allí.



Una copia, hecha con bastante esmero, en mármol de Carrara, de la Venus de Médicis, ocupa el preferente lugar, y como que preside en la sala. En el pedestal tiene grabados, en letras de oro, estos versos de Lucrecio:



Nec sine te quidquam dias in luminis oras

Exoritur, neque fit laetum, neque amabile quidquam.

jueves, 13 de septiembre de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo II. Paralipómenos (4)


Don Luis, en medio de la calle, a las dos de la noche, iba discurriendo, como ya hemos dicho, en que su vida, que hasta allí había él soñado con que fuese digna de la Leyenda áurea se convirtiese en un suavísimo y perpetuo idilio. No había sabido resistir las asechanzas del amor terrenal; no había sido como un sinnúmero de santos, y entre ellos San Vicente Ferrer con cierta lasciva señora valenciana; pero tampoco era igual el caso; y si el salir huyendo de aquella daifa endemoniada fue en San Vicente un acto de virtud heroica, en él hubiera sido el salir huyendo del rendimiento, del candor y de la mansedumbre de Pepita, algo de tan monstruoso y sin entrañas, como si cuando Ruth se acostó a los pies de Booz, diciéndole Soy tu esclava; extiende tu capa sobre tu sierva, Booz le hubiera dado un puntapié y la hubiera mandado a paseo. D. Luis, cuando Pepita se le rendía, tuvo pues que imitar a Booz y exclamar: Hija, bendita seas del Señor, que has excedido tu primera bondad con ésta de ahora. Así se disculpaba D. Luis de no haber imitado a San Vicente y a otros santos no menos ariscos. En cuanto al mal éxito que tuvo la proyectada imitación de San Eduardo, también trataba de cohonestarle y disculparle. San Eduardo se casó por razón de Estado, porque los grandes del reino lo exigían, y sin inclinación hacia la reina Edita; pero en él y en Pepita Jiménez no había razón de Estado, ni grandes ni pequeños, sino amor finísimo de ambas partes.



De todos modos no se negaba D. Luis, y esto prestaba a su contento un leve tinte de melancolía, que había destruido su ideal; que había sido vencido. Los que jamás tienen ni tuvieron ideal alguno no se apuran por esto; pero D. Luis se apuraba. D. Luis pensó desde luego en sustituir el antiguo y encumbrado ideal con otro más humilde y fácil. Y si bien recordó a D. Quijote, cuando vencido por el caballero de la Blanca Luna decidió hacerse pastor, maldito el efecto que le hizo la burla, sino que pensó en renovar con Pepita Jiménez, en nuestra edad prosaica y descreída, la edad venturosa y el piadosísimo ejemplo de Filemón y de Baucis, tejiendo un dechado de vida patriarcal en aquellos campos amenos; fundando en el lugar que le vio nacer un hogar doméstico lleno de religión, que fuese a la vez asilo de menesterosos, centro de cultura y de amistosa convivencia, y limpio espejo donde pudieran mirarse las familias; y uniendo por último el amor conyugal con el amor de Dios, para que Dios santificase y visitase la morada de ellos, haciéndola como templo, donde los dos fuesen ministros y sacerdotes, hasta que dispusiese el cielo llevárselos juntos a mejor vida.



Al logro de todo ello se oponían dos dificultades que era menester allanar antes, y D. Luis se preparaba a allanarlas.



Era una el disgusto, quizás el enojo de su padre, a quien había defraudado en sus más caras esperanzas. Era la otra dificultad de muy diversa índole y en cierto modo más grave.



Don Luis, cuando iba a ser clérigo, estuvo en su papel no defendiendo a Pepita de los groseros insultos del conde de Genazahar, sino con discursos morales, y no tomando venganza de la mofa y desprecio con que tales discursos fueron oídos. Pero, ahorcados ya los hábitos, y teniendo que declarar en seguida que Pepita era su novia y que iba a casarse con ella, D. Luis, a pesar de su carácter pacífico, de sus ensueños de humana ternura, y de las creencias religiosas que en su alma quedaban íntegras, y que repugnaban todo medio violento, no acertaba a compaginar con su dignidad el abstenerse de romper la crisma al conde desvergonzado. De sobra sabía que el duelo es usanza bárbara; que Pepita no necesitaba de la sangre del conde para quedar limpia de todas las manchas de la calumnia, y hasta que el mismo conde, por mal criado y por bruto, y no porque lo creyese, ni quizás por un rencor desmedido, había dicho tanto denuesto. Sin embargo, a pesar de todas estas reflexiones, D. Luis conocía que no se sufriría a sí propio durante toda su vida, y que por consiguiente no llegaría a hacer nunca a gusto el papel de Filemón, si no empezaba por hacer el de Fierabrás, dando al conde su merecido, si bien pidiendo a Dios que no le volviese a poner en otra ocasión semejante.



Decidido, pues, al lance, resolvió llevarle a cabo enseguida. Y pareciéndole feo y ridículo enviar padrinos, y hacer que trajesen en boca el honor de Pepita, halló lo más razonable buscar camorra con cualquier otro pretexto.



Supuso además que el conde, forastero y vicioso jugador, sería muy posible que estuviese aún en el casino hecho un tahúr, a pesar de lo avanzado de la noche, y D. Luis se fue derecho al casino.



El casino permanecía abierto, pero las luces del patio y de los salones estaban casi todas apagadas. Sólo en un salón había luz. Allí se dirigió don Luis, y desde la puerta vio al conde de Genazahar, que jugaba al monte, haciendo de banquero. Cinco personas nada más apuntaban; dos eran forasteros como el conde; las otras tres eran el capitán de caballería encargado de la remonta, Currito y el médico. No podían disponerse las cosas más al intento de D. Luis. Sin ser visto, por lo afanados que estaban en el juego, D. Luis los vio, y apenas los vio, volvió a salir del casino, y se fue rápidamente a su casa. Abrió un criado la puerta; preguntó D. Luis por su padre, y sabiendo que dormía, para que no le sintiera ni se despertara, subió D. Luis de puntillas a su cuarto con una luz, recogió unos tres mil reales que tenía de su peculio, en oro, y se los guardó en el bolsillo. Dijo después al criado que le volviese a abrir, y se fue al casino otra vez.



Entonces entró D. Luis en el salón donde jugaban, dando taconazos recios, con estruendo y con aire de taco, como suele decirse. Los jugadores se quedaron pasmados al verle.



—¡Tú por aquí a estas horas!—dijo Currito.



—¿De dónde sale Vd., curita?—dijo el médico.



—¿Viene Vd. a echarme otro sermón?—exclamó el conde.



—Nada de sermones—contestó D. Luis con mucha calma—. El mal efecto que surtió el último que prediqué me ha probado con evidencia que Dios no me llama por ese camino, y ya he elegido otro. Vd., señor conde, ha hecho mi conversión. He ahorcado los hábitos; quiero divertirme, estoy en la flor de la mocedad y quiero gozar de ella.



—Vamos, me alegro—interrumpió el conde—; pero cuidado, niño, que si la flor es delicada, puede marchitarse y deshojarse temprano.



—Ya de eso cuidaré yo—replicó D. Luis—. Veo que se juega. Me siento inspirado. Vd. talla. ¿Sabe Vd., señor conde, que tendría chiste que yo le desbancase?



—Tendría chiste, ¿eh? ¡Vd. ha cenado fuerte!



—He cenado lo que me ha dado la gana.



—Respondonzuelo se va haciendo el mocito.



—Me hago lo que quiero.



—Voto va...—dijo el conde, y ya se sentía venir la tempestad, cuando el capitán se interpuso y la paz se restableció por completo.



—Ea—dijo el conde, sosegado y afable—, desembaúle Vd. los dinerillos y pruebe fortuna.



Don Luis se sentó a la mesa y sacó del bolsillo todo su oro. Su vista acabó de serenar al conde, porque casi excedía aquella suma a la que tenía él de banca, y ya imaginaba que iba a ganársela al novato.



—No hay que calentarse mucho la cabeza en este juego—dijo D. Luis—. Ya me parece que le entiendo. Pongo dinero a una carta, y si sale la carta, gano, y si sale la contraria, gana Vd.



—Así es, amiguito; tiene Vd. un entendimiento macho.



—Pues lo mejor es que no tengo sólo macho el entendimiento, sino también la voluntad; y con todo, en el conjunto, disto bastante de ser un macho, como hay tantos por ahí.



—¡Vaya si viene Vd. parlanchín y si saca alicantinas!



Don Luis se calló: jugó unas cuantas veces, y tuvo tan buena fortuna, que ganó casi siempre.



El conde comenzó a cargarse.



—¿Si me desplumará el niño?—dijo—, Dios protege la inocencia.



Mientras que el conde se amostazaba, D. Luis sintió cansancio y fastidio y quiso acabar de una vez.



—El fin de todo esto—dijo—es ver si yo me llevo esos dineros o si Vd. se lleva los míos. ¿No es verdad, señor conde?



—Es verdad.



—Pues ¿para qué hemos de estar aquí en vela toda la noche? Ya va siendo tarde, y siguiendo su consejo de Vd. debo recogerme para que la flor de mi mocedad no se marchite.



—¿Qué es eso? ¿Se quiere Vd. largar? ¿Quiere Vd. tomar el olivo?



—Yo no quiero tomar olivo ninguno. Al contrario. Curro, dime tú: aquí, en este montón de dinero, ¿no hay más que en la banca?



Currito miró, y contestó:



—Es indudable.



—¿Cómo explicaré—preguntó D. Luis—, que juego en un golpe cuanto hay en la banca contra otro tanto?



—Eso se explica—respondió Currito—, diciendo: ¡copo!



—Pues, copo—dijo D. Luis dirigiéndose al conde—; va el copo y la red en este rey de espadas, cuyo compañero hará de seguro su epifanía antes que su enemigo el tres.



El conde que tenía todo su capital mueble en la banca, se asustó al verle comprometido de aquella suerte; pero no tuvo más que aceptar.



Es sentencia del vulgo que los afortunados en amores son desgraciados al juego: pero más cierta parece la contraria afirmación. Cuando acude la buena dicha, acude para todo, y lo mismo cuando la desdicha acude.



El conde fue tirando cartas, y no salía ningún tres. Su emoción era grande, por más que lo disimulaba. Por último, descubrió por la pinta el rey de copas, y se detuvo.



—Tire Vd.—dijo el capitán.



—No hay para qué. El rey de copas. ¡Maldito sea! El curita me ha desplumado. Recoja Vd. el dinero.



El conde echó con rabia la baraja sobre la mesa.



D. Luis recogió todo el dinero con indiferencia y reposo.



Después de un corto silencio, habló el conde:



—Curita es menester que me dé Vd. el desquite.



—No veo la necesidad.



—¡Me parece que entre caballeros!...



—Por esa regla el juego no tiene término—observó D. Luis—. Por esa regla, lo mejor sería ahorrarse el trabajo de jugar.



—Déme Vd. el desquite—replicó el conde, sin atender a razones.



—Sea—dijo D. Luis—. Quiero ser generoso.



El conde volvió a tomar la baraja y se dispuso a echar nueva talla.



—Alto ahí—dijo D. Luis—; entendámonos antes. ¿Dónde está el dinero de la nueva banca de Vd.?



El conde se quedó turbado y confuso.



—Aquí no tengo dinero—contestó—, pero me parece que sobra con mi palabra.



D. Luis entonces, con acento grave y reposado, dijo:



—Señor conde, yo no tendría inconveniente en fiarme de la palabra de un caballero y en llegar a ser su acreedor, si no temiese perder su amistad que casi voy ya conquistando; pero, desde que vi esta mañana la crueldad con que trató Vd. a ciertos amigos míos, que son sus acreedores, no quiero hacerme culpado para con Vd. del mismo delito. No faltaba más sino que yo voluntariamente incurriese en el enojo de Vd., prestándole dinero, que no me pagaría, como no ha pagado, sino con injurias, el que debe a Pepita Jiménez.



Por lo mismo que el hecho era cierto, la ofensa fue mayor. El conde se puso lívido de cólera, y ya de pie, pronto a venir a las manos con el colegial, dijo con voz alterada:



—¡Mientes, deslenguado! ¡Voy a deshacerte entre mis manos, hijo de la grandísima...!



Esta última injuria, que recordaba a D. Luis la falta de su nacimiento y caía sobre el honor de la persona cuya memoria le era más querida y respetada, no acabó de formularse, no acabó de llegar a sus oídos.



D. Luis, por encima de la mesa, que estaba entre él y el conde, con agilidad asombrosa y con tino y fuerza, tendió el brazo derecho, armado de un junco o bastoncillo flexible y cimbreante, y cruzó la cara de su enemigo, levantándole al punto un verdugón amoratado.



No hubo ni grito, ni denuesto, ni alboroto posterior. Cuando empiezan las manos, suelen callar las lenguas. El conde iba a lanzarse sobre D. Luis para destrozarle si podía; pero la opinión había dado una gran vuelta desde aquella mañana, y entonces estaba en favor de D. Luis. El capitán, el médico y hasta Currito, ya con más ánimo, contuvieron al conde, que pugnaba y forcejeaba ferozmente por desasirse.



—Dejadme libre; dejadme que le mate—decía.



—Yo no trato de evitar un duelo—dijo el capitán—. El duelo es inevitable. Trato sólo de que no luchéis aquí como dos ganapanes. Faltaría a mi decoro si presenciase tal lucha.



—Que vengan armas—dijo el conde—. No quiero retardar el lance ni un minuto... En el acto... aquí.



—¿Queréis reñir al sable?—dijo el capitán.



—Bien está—respondió D. Luis.



—Vengan los sables—dijo el conde.



Todos hablaban en voz baja para que no se oyese nada en la calle. Los mismos criados del casino, que dormían en sillas, en la cocina y en el patio, no llegaron a despertarse.



D. Luis eligió para testigos al capitán y a Currito. El conde, a los dos forasteros. El médico quedó para hacer su oficio, y enarboló la bandera de la Cruz Roja.



Era todavía de noche. Se convino en hacer campo de batalla de aquel salón, cerrando antes la puerta.



El capitán fue a su casa por los sables y los trajo al momento, debajo de la capa que para ocultarlos se puso.



Ya sabemos que D. Luis no había empuñado en su vida un arma. Por fortuna, el conde no era mucho más diestro en la esgrima, aunque nunca había estudiado teología ni pensado en ser clérigo.



Las condiciones del duelo se redujeron a que, una vez el sable en la mano, cada uno de los dos combatientes hiciese lo que Dios le diera a entender.



Se cerró la puerta de la sala.



Las mesas y las sillas se apartaron en un rincón para despejar el terreno. Las luces se colocaron de un modo conveniente. D. Luis y el conde se quitaron levitas y chalecos, quedaron en mangas de camisa y tomaron las armas. Se hicieron a un lado los testigos. A una señal del capitán, empezó el combate.



Entre dos personas que no sabían parar ni defenderse la lucha debía ser brevísima, y lo fue.



La furia del conde, retenida por algunos minutos, estalló y le cegó. Era robusto, tenía unos puños de hierro, y sacudía con el sable una lluvia de tajos sin orden ni concierto. Cuatro veces tocó a D. Luis, por fortuna siempre de plano. Lastimó sus hombros, pero no le hirió. Menester fue de todo el vigor del joven teólogo para no caer derribado a los tremendos golpes y con el dolor de las contusiones. Todavía tocó el conde por quinta vez a D. Luis, y le dio en el brazo izquierdo. Aquí la herida fue de filo, aunque de soslayo. La sangre de D. Luis empezó a correr en abundancia. Lejos de contenerse un poco, el conde arremetió con más ira, para herir de nuevo: casi se metió bajo el sable de D. Luis. Éste, en vez de prepararse a parar, dejó caer el sable con brío y acertó con una cuchillada en la cabeza del conde. La sangre salió con ímpetu y se extendió por la frente y corrió sobre los ojos. Aturdido por el golpe, dio el conde con su cuerpo en el suelo.



Toda la batalla fue negocio de algunos segundos.



D. Luis había estado sereno, como un filósofo estoico, a quien la dura ley de la necesidad obliga a ponerse en semejante conflicto, tan contrario a sus costumbres y modo de pensar; pero, no bien miró a su contrario por tierra, bañado en sangre, y como muerto, D. Luis sintió una angustia grandísima y temió que le diese una congoja. Él, que no se creía capaz de matar un gorrión, acaso acababa de matar a un hombre. Él, que aún estaba resuelto a ser sacerdote, a ser misionero, a ser ministro y nuncio del Evangelio, hacía cinco o seis horas, había cometido o se acusaba de haber cometido en nada de tiempo todos los delitos y de haber infringido todos los mandamientos de la ley de Dios. No había quedado pecado mortal de que no se contaminase. Sus propósitos de santidad heroica y perfecta se habían desvanecido primero. Sus propósitos de una santidad más fácil, cómoda y burguesa, se desvanecían después. El diablo desbarataba sus planes. Se le antojaba que ni siquiera podía ya ser un Filemón cristiano, pues no era buen principio para el idilio perpetuo el de rasgar la cabeza al prójimo de un sablazo.



El estado de D. Luis, después de las agitaciones de todo aquel día, era el de un hombre que tiene fiebre cerebral.



Currito y el capitán, cada uno de un lado, le agarraron y llevaron a su casa.





D. Pedro de Vargas se levantó sobresaltado cuando le dijeron que venía su hijo herido. Acudió a verle, examinó las contusiones y la herida del brazo, y vio que no eran de cuidado, pero puso el grito en el cielo diciendo que iba a tomar venganza de aquella ofensa, y no se tranquilizó hasta que supo el lance, y que D. Luis había sabido tomar venganza por sí, a pesar de su teología.



El médico vino poco después a curar a D. Luis, y pronosticó que en tres o cuatro días estaría don Luis para salir a la calle, como si tal cosa. El conde, en cambio, tenía para meses. Su vida, sin embargo, no corría peligro. Había vuelto de su desmayo, y había pedido que le llevasen a su pueblo, que no dista más que una legua del lugar en que pasaron estos sucesos. Habían buscado un carricoche de alquiler y le habían llevado, yendo en su compañía su criado y los dos forasteros que le sirvieron de testigos.



A los cuatro días del lance, se cumplieron en efecto los pronósticos del doctor, y D. Luis, aunque magullado de los golpes y con la herida abierta aún, estuvo en estado de salir, y prometiendo un restablecimiento completo en plazo muy breve.



El primer deber que D. Luis creyó que necesitaba cumplir, no bien le dieron de alta, fue confesar a su padre sus amores con Pepita y declararle su intención de casarse con ella.



D. Pedro no había ido al campo ni se había empleado sino en cuidar a su hijo durante la enfermedad. Casi siempre estaba a su lado acompañándole y mimándole con singular cariño.



En la mañana del día 27 de Junio, después de irse el médico, D. Pedro quedó solo con su hijo; y entonces la tan difícil confesión para D. Luis tuvo lugar del modo siguiente.





—Padre mío—dijo D. Luis—, yo no debo seguir engañando a Vd. por más tiempo. Hoy voy a confesar a Vd. mis faltas y a desechar la hipocresía.



—Muchacho, si es confesión lo que vas a hacer, mejor será que llames al padre vicario. Yo tengo muy holgachón el criterio, y te absolveré de todo, sin que mi absolución te valga para nada. Pero si quieres confiarme algún hondo secreto como a tu mejor amigo, empieza, que te escucho.



—Lo que tengo que confiar a Vd. es una gravísima falta mía, y me da vergüenza...



—Pues no tengas vergüenza con tu padre y di sin rebozo.



Aquí D. Luis, poniéndose muy colorado, y con visible turbación, dijo:



—Mi secreto es que estoy enamorado de... Pepita Jiménez, y que ella...



D. Pedro interrumpió a su hijo con una carcajada y continuó la frase:



—Y que ella está enamorada de ti, y que la noche de la velada de San Juan estuviste con ella en dulces coloquios hasta las dos de la mañana, y que por ella buscaste un lance con el conde de Genazahar a quien has roto la cabeza. Pues, hijo, bravo secreto me confías. No hay perro ni gato en el lugar que no esté ya al corriente de todo. Lo único que parecía posible ocultar era la duración del coloquio hasta las dos de la mañana, pero unas gitanas buñoleras te vieron salir de la casa y no pararon hasta contárselo a todo bicho viviente. Pepita, además, no disimula cosa mayor; y hace bien, porque sería el disimulo de Antequera... Desde que estás enfermo viene aquí Pepita dos veces al día, y otras dos o tres veces envía a Antoñona a saber de tu salud, y si no han entrado a verte, es porque yo me he opuesto para que no te alborotes.



La turbación y el apuro de D. Luis subieron de punto cuando oyó contar a su padre toda la historia en lacónico compendio.



—¡Qué sorpresa!—dijo—, ¡qué asombro habrá sido el de Vd.!



—Nada de sorpresa, ni de asombro, muchacho. En el lugar sólo se saben las cosas hace cuatro días, y la verdad sea dicha, ha pasmado tu transformación. ¡Miren el cógelas a tientas y mátalas callando, miren el santurrón y el gatito muerto, exclaman las gentes, con lo que ha venido a descolgarse! El padre vicario, sobre todo, se ha quedado turulato. Todavía está haciéndose cruces, al considerar cuánto trabajaste en la viña del Señor en la noche del 23 al 24, y cuán variados y diversos fueron tus trabajos. Pero a mí no me cogieron las noticias de susto, salvo tu herida. Los viejos sentimos crecer la yerba. No es fácil que los pollos engañen a los recoveros.



—Es verdad: he querido engañar a Vd. ¡He sido un hipócrita!



—No seas tonto: no lo digo por motejarte. Lo digo para darme tono de perspicaz. Pero hablemos con franqueza: mi jactancia es inmotivada. Yo sé punto por punto el progreso de tus amores con Pepita, desde hace más de dos meses; pero lo sé porque tu tío el deán, a quien escribías tus impresiones, me lo ha participado todo. Oye la carta acusadora de tu tío, y oye la contestación que le di, documento importantísimo de que he guardado minuta.



D. Pedro sacó del bolsillo unos papeles y leyó lo que sigue:



Carta del deán.—«Mi querido hermano: Siento en el alma tener que darte una mala noticia; pero confío en Dios que habrá de concederte paciencia y sufrimiento bastantes para que no te enoje y acibare demasiado. Luisito me escribe, hace días, extrañas cartas, donde descubro, al través de su exaltación mística, una inclinación harto terrenal y pecaminosa hacia cierta viudita, guapa, traviesa y coquetísima, que hay en ese lugar. Yo me había engañado hasta aquí, creyendo firme la vocación de Luisito, y me lisonjeaba de dar en él a la Iglesia de Dios un sacerdote sabio, virtuoso y ejemplar; pero las cartas referidas han venido a destruir mis ilusiones. Luisito se muestra en ellas más poeta que verdadero varón piadoso, y la viuda, que ha de ser de la piel de Barrabás, le rendirá con poco que haga. Aunque yo escribo a Luisito amonestándole para que huya de la tentación, doy ya por seguro que caerá en ella. No debiera esto pesarme, porque si ha de faltar y ser galanteador y cortejante, mejor es que su mala condición se descubra con tiempo y no llegue a ser clérigo. No vería yo, por lo tanto, grave inconveniente en que Luisito siguiera ahí, y fuese ensayado y analizado en la piedra de toque y crisol de tales amores, a fin de que la viudita fuese el reactivo por medio del cual se descubriera el oro puro de sus virtudes clericales o la baja liga con que el oro está mezclado; pero tropezamos con el escollo de que la dicha viuda, que habíamos de convertir en fiel contraste, es tu pretendida y no sé si tu enamorada. Pasaría, pues, de castaño oscuro el que resultase tu hijo rival tuyo. Esto sería un escándalo monstruoso, y, para evitarle con tiempo, te escribo hoy, a fin de que, pretextando cualquiera cosa, envíes o traigas a Luisito por aquí, cuanto antes mejor».



Don Luis escuchaba en silencio y con los ojos bajos. Su padre continuó:



—A esta carta del deán contesté lo que sigue:



Contestación.—«Hermano querido y venerable padre espiritual: mil gracias te doy por las noticias que me envías y por tus avisos y consejos. Aunque me precio de listo, confieso mi torpeza en esta ocasión. La vanidad me cegaba. Pepita Jiménez, desde que vino mi hijo, se me mostraba tan afable y cariñosa que yo me las prometía felices. Ha sido menester tu carta para hacerme caer en la cuenta. Ahora comprendo que, al haberse humanizado, al hacerme tantas fiestas y al bailarme el agua delante, no miraba en mí la pícara de Pepita sino al papá del teólogo barbilampiño. No te lo negaré: me mortificó y afligió un poco este desengaño en el primer momento; pero después lo reflexioné todo con la madurez debida, y mi mortificación y mi aflicción se convirtieron en gozo. El chico es excelente. Yo le he tomado mucho más afecto desde que está conmigo. Me separé de él y te le entregué para que le educases, porque mi vida no era muy ejemplar, y en este pueblo, por lo dicho y por otras razones, se hubiera criado como un salvaje. Tú fuiste más allá de mis esperanzas y aun de mis deseos, y por poco no sacas de Luisito un Padre de la Iglesia. Tener un hijo santo hubiera lisonjeado mi vanidad; pero hubiera sentido yo quedarme sin un heredero de mi casa y nombre, que me diese lindos nietos, y que después de mi muerte disfrutase de mis bienes, que son mi gloria, porque los he adquirido con ingenio y trabajo, y no haciendo fullerías y chanchullos. Tal vez la persuasión en que estaba yo de que no había remedio, de que Luis iba a catequizar a los chinos, a los indios y a los negritos de Monicongo, me decidió a casarme para dilatar mi sucesión. Naturalmente puse mis ojos en Pepita Jiménez, que no es de la piel de Barrabás como imaginas, sino una criatura remonísima, más bendita que los cielos y más apasionada que coqueta. Tengo tan buena opinión de Pepita que si volviese ella a tener diez y seis años y una madre imperiosa que la violentara, y yo tuviese ochenta años como D. Gumersindo, esto es, si viera ya la muerte en puertas, tomaría a Pepita por mujer para que me sonriese al morir como si fuera el ángel de mi guarda que había revestido cuerpo humano, y para dejarle mi posición, mi caudal y mi nombre. Pero ni Pepita tiene ya diez y seis años, sino veinte, ni está sometida al culebrón de su madre, ni yo tengo ochenta años, sino cincuenta y cinco. Estoy en la peor edad, porque empiezo a sentirme harto averiado, con un poquito de asma, mucha tos, bastantes dolores reumáticos y otros alifafes, y sin embargo, maldita la gana que tengo de morirme. Creo que ni en veinte años me moriré, y como le llevo veinticinco a Pepita, calcula el desastroso porvenir que le aguardaba con este viejo perdurable. Al cabo de los pocos años de casada conmigo hubiera tenido que aborrecerme, a pesar de lo buena que es. Porque es buena y discreta no ha querido, sin duda, aceptarme por marido, a pesar de la insistencia y de la obstinación con que se lo he propuesto. ¡Cuánto se lo agradezco ahora! La misma puntita de vanidad lastimada por sus desdenes se embota ya al considerar que, si no me ama, ama mi sangre; se prenda del hijo mío. Si no quiere esta fresca y lozana yedra enlazarse al viejo tronco, carcomido ya, trepe por él, me digo, para subir al renuevo tierno y al verde y florido pimpollo. Dios los bendiga a ambos y prospere estos amores. Lejos de llevarte al chico otra vez, le retendré aquí, hasta por fuerza, si es necesario. Me decido a conspirar contra su vocación. Sueño ya con verle casado. Me voy a remozar contemplando a la gentil pareja, unida por el amor. ¿Y cuando me den unos cuantos chiquillos? En vez de ir de misionero y de traerme de Australia o de Madagascar o de la India varios neófitos, con jetas de a palmo, negros como la tizna, o amarillos como el estezado y con ojos de mochuelo, ¿no será mejor que Luisito predique en casa, y me saque en abundancia una serie de catecumenillos rubios, sonrosados, con ojos como los de Pepita, y que parezcan querubines sin alas? Los catecúmenos que me trajese de por allá, sería menester que estuvieran a respetable distancia para que no me inficionasen, y éstos de por acá me olerían a rosas del paraíso, y vendrían a ponerse sobre mis rodillas, y jugarían conmigo, y me besarían, y me llamarían abuelito, y me darían palmaditas en la calva, que ya voy teniendo. ¿Qué quieres? Cuando estaba yo en todo mi vigor, no pensaba en las delicias domésticas; mas ahora, que estoy tan próximo a la vejez, si ya no estoy en ella, como no me he de hacer cenobita, me complazco en esperar que haré el papel de patriarca. Y no entiendas que voy a limitarme a esperar que cuaje el naciente noviazgo, sino que he de trabajar para que cuaje. Siguiendo tu comparación, pues que transformas a Pepita en crisol, y a Luis en metal, yo buscaré o tengo buscado ya un fuelle o soplete utilísimo, que contribuya a avivar el fuego para que el metal se derrita pronto. Este soplete es Antoñona, nodriza de Pepita, muy lagarta, muy sigilosa y muy afecta a su dueño. Antoñona se entiende ya conmigo, y por ella sé que Pepita está muerta de amores. Hemos convenido en que yo siga haciendo la vista gorda y no dándome por entendido de nada. El padre vicario, que es un alma de Dios, siempre en Babia, me sirve tanto o más que Antoñona, sin advertirlo él: porque todo se le vuelve a hablar de Luis con Pepita, y de Pepita con Luis; de suerte que este excelente señor, con medio siglo en cada pata, se ha convertido ¡oh milagro del amor y de la inocencia! en palomito mensajero, con quien los dos amantes se envían sus requiebros y finezas, ignorándolo también ambos. Tan poderosa combinación de medios naturales y artificiales debe dar un resultado infalible. Ya te le diré al darte parte de la boda, para que vengas a hacerla, o envíes a los novios tu bendición y un buen regalo».



Así acabó D. Pedro de leer su carta, y al volver a mirar a D. Luis, vio que D. Luis había estado escuchando con los ojos llenos de lágrimas.



El padre y el hijo se dieron un abrazo muy apretado y muy prolongado.





Al mes justo de esta conversación y de esta lectura, se celebraron las bodas de D. Luis de Vargas y de Pepita Jiménez.



Temeroso el señor deán de que su hermano le embromase demasiado con que el misticismo de Luisito había salido huero, y conociendo además que su papel iba a ser poco airoso en el lugar, donde todos dirían que tenía mala mano para sacar santos, dio por pretexto sus ocupaciones y no quiso venir, aunque envió su bendición y unos magníficos zarcillos, como presente para Pepita.



El padre vicario tuvo, pues, el gusto de casarla con D. Luis.



La novia, muy bien engalanada, pareció hermosísima a todos, y digna de trocarse por el cilicio y las disciplinas.



Aquella noche dio D. Pedro un baile estupendo en el patio de su casa y salones contiguos. Criados y señores, hidalgos y jornaleros, las señoras y señoritas y las mozas del lugar, asistieron y se mezclaron en él, como en la soñada primera edad del mundo, que no sé por qué llaman de oro. Cuatro diestros, o si no diestros, infatigables guitarristas, tocaron el fandango. Un gitano y una gitana, famosos cantadores, entonaron las coplas más amorosas y alusivas a las circunstancias. Y el maestro de escuela leyó un epitalamio, en verso heroico.



Hubo hojuelas, pestiños, gajorros, rosquillas, mostachones, bizcotelas y mucho vino para la gente menuda. El señorío se regaló con almíbares, chocolate, miel de azahar y miel de prima, y varios rosolis y mistelas aromáticas y refinadísimas.



D. Pedro estuvo hecho un cadete: bullicioso, bromista y galante. Parecía que era falso lo que declaraba en su carta al deán, del reúma y demás alifafes. Bailó el fandango con Pepita, con sus más graciosas criadas y con otras seis o siete mozuelas. A cada una, al volverla a su asiento, cansada ya, le dio con efusión el correspondiente y prescrito abrazo, y a las menos serias, algunos pellizcos, aunque esto no forma parte del ceremonial. D. Pedro llevó su galantería hasta el extremo de sacar a bailar a doña Casilda, que no pudo negarse, y que, con sus diez arrobas de humanidad y los calores de Julio, vertía un chorro de sudor por cada poro. Por último, don Pedro atracó de tal suerte a Currito, y le hizo brindar tantas veces por la felicidad de los nuevos esposos, que el mulero Dientes tuvo que llevarle a su casa a dormir la mona, terciado en una borrica como un pellejo de vino.



El baile duró hasta las tres de la madrugada; pero los novios se eclipsaron discretamente antes de las once y se fueron a casa de Pepita. D. Luis volvió a entrar con luz, con pompa y majestad, y como dueño legítimo y señor adorado, en aquella limpia alcoba, donde poco más de un mes antes había entrado a oscuras, lleno de turbación y zozobra.



Aunque en el lugar es uso y costumbre, jamás interrumpida, dar una terrible cencerrada a todo viudo o viuda que contrae segundas nupcias, no dejándolos tranquilos con el resonar de los cencerros en la primera noche del consorcio, Pepita era tan simpática y don Pedro tan venerado y D. Luis tan querido, que no hubo cencerros ni el menor conato de que resonasen aquella noche: caso raro que se registra como tal en los anales del pueblo.

miércoles, 12 de septiembre de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo II. Paralipómenos (3)


Poco hemos dicho hasta ahora de la figura de D. Luis. Sépase, pues, que era un buen mozo en toda la extensión de la palabra: alto, ligero, bien formado, cabello negro, ojos negros también y llenos de fuego y de dulzura. La color trigueña, la dentadura blanca, los labios finos, aunque relevados, lo cual le daba un aspecto desdeñoso; y algo de atrevido y varonil en todo el ademán, a pesar del recogimiento y de la mansedumbre clericales. Había, por último, en el porte y continente de D. Luis aquel indescriptible sello de distinción y de hidalguía que parece, aunque no lo sea siempre, privativa calidad y exclusivo privilegio de las familias aristocráticas.



Al ver a D. Luis, era menester confesar que Pepita Jiménez sabía de estética por instinto.



Corría, que no andaba, D. Luis por aquellas sendas, saltando arroyos y fijándose apenas en los objetos, casi como toro picado del tábano. Los rústicos con quienes se encontró, los hortelanos que le vieron pasar, tal vez le tuvieron por loco.



Cansado ya de caminar sin propósito, se sentó al pie de una cruz de piedra, junto a las ruinas de un antiguo convento de San Francisco de Paula, que dista más de tres kilómetros del lugar, y allí se hundió en nuevas meditaciones, pero tan confusas, que ni él mismo se daba cuenta de lo que pensaba.



El tañido de las campanas que, atravesando el aire, llegó a aquellas soledades, llamando a la oración a los fieles, y recordándoles la salutación del arcángel a la sacratísima Virgen, hizo que D. Luis volviera de su éxtasis, y se hallase de nuevo en el mundo real.



El sol acababa de ocultarse detrás de los picos gigantescos de las sierras cercanas, haciendo que las pirámides, agujas y rotos obeliscos de la cumbre se destacasen sobre un fondo de púrpura y topacio, que tal parecía el cielo, dorado por el sol poniente. Las sombras empezaban a extenderse sobre la vega, y en los montes opuestos a los montes por donde el sol se ocultaba, relucían las peñas más erguidas como si fueran de oro o de cristal hecho ascua.



Los vidrios de las ventanas y los blancos muros del remoto santuario de la Virgen; patrona del lugar, que está en lo más alto de un cerro, así como otro pequeño templo o ermita que hay en otro cerro más cercano, que llaman el Calvario, resplandecían aún como dos faros salvadores, heridos por los postreros rayos oblicuos del sol moribundo.



Una poesía melancólica inspiraba a la naturaleza, y con la música callada, que sólo el espíritu acierta a oír, se diría que todo entonaba un himno al Creador. El lento son de las campanas, amortiguado y semi-perdido por la distancia, apenas turbaba el reposo de la tierra y convidaba a la oración sin distraer los sentidos con rumores. D. Luis se quitó su sombrero, se hincó de rodillas al pie de la cruz, cuyo pedestal le había servido de asiento, y rezó con profunda devoción el Angelus Domini.



Las sombras nocturnas fueron pronto ganando terreno; pero la noche, al desplegar su manto y cobijar con él aquellas regiones, se complace en adornarle de más luminosas estrellas y de una luna más clara. La bóveda azul no trocó en negro su color azulado: conservó su azul, aunque le hizo más oscuro. El aire era tan diáfano y tan sutil, que se veían millares y millares de estrellas, fulgurando en el éter sin término. La luna plateaba las copas de los árboles y se reflejaba en la corriente de los arroyos, que parecían de un líquido luminoso y transparente, donde se formaban iris y cambiantes como en el ópalo. Entre la espesura de la arboleda cantaban los ruiseñores. Las yerbas y flores vertían más generoso perfume. Por las orillas de las acequias, entre la yerba menuda y las flores silvestres, relucían como diamantes o carbunclos los gusanillos de luz en multitud innumerable. No hay por allí luciérnagas aladas ni cocuyos, pero estos gusanillos de luz abundan y dan un resplandor bellísimo. Muchos árboles frutales, en flor todavía, muchas acacias y rosales, sin cuento, embalsamaban el ambiente impregnándole de suave fragancia.



Don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa naturaleza, y dudó de sí. Era menester, no obstante, cumplir la palabra dada y acudir a la cita.



Aunque dando un largo rodeo, aunque recorriendo otras sendas, aunque vacilando a veces en irse a la fuente del río, donde al pie de la sierra brota de una peña viva todo el caudal cristalino que riega las huertas, y es sitio delicioso, D. Luis, a paso lento y pausado, se dirigió hacia la población.



Conforme se iba acercando, se aumentaba el terror que le infundía lo que se determinaba a hacer. Penetraba por lo más sombrío de las enramadas, anhelando ver algún prodigio espantable, algún signo, algún aviso que le retrajese. Se acordaba a menudo del estudiante Lisardo, y ansiaba ver su propio entierro. Pero el cielo sonreía con sus mil luces y excitaba a amar; las estrellas se miraban con amor unas a otras; los ruiseñores cantaban enamorados; hasta los grillos agitaban amorosamente sus elictras sonoras, como trovadores el plectro cuando dan una serenata; la tierra toda parecía entregada al amor en aquella tranquila y hermosa noche. Nada de aviso; nada de signo; nada de pompa fúnebre; todo vida, paz y deleite. ¿Dónde estaba el ángel de la Guarda? ¿Había dejado a D. Luis como cosa perdida, o calculando que no corría peligro alguno, no se cuidaba de apartarle de su propósito? ¿Quién sabe? Tal vez de aquel peligro resultaría un triunfo. San Eduardo y la reina Edita se ofrecían de nuevo a la imaginación de D. Luis y corroboraban su voluntad.



Embelesado en estos discursos, retardaba don Luis su vuelta, y aún se hallaba a alguna distancia del pueblo, cuando sonaron las diez, hora de la cita, en el reloj de la parroquia. Las diez campanadas fueron como diez golpes que le hirieron en el corazón. Allí le dolieron materialmente, si bien con un dolor y con un sobresalto mixtos de traidora inquietud y de regalada dulzura.



Don Luis apresuró el paso a fin de no llegar muy tarde, y pronto se encontró en la población.



El lugar estaba animadísimo. Las mozas solteras venían a la fuente del ejido a lavarse la cara, para que fuese fiel el novio a la que le tenía, y para que a la que no le tenía le saltase novio. Mujeres y chiquillos, por acá y por allá, volvían de coger verbena, ramos de romero u otras plantas, para hacer sahumerios mágicos. Las guitarras sonaban por varias partes. Los coloquios de amor y las parejas dichosas y apasionadas se oían y se veían a cada momento. La noche y la mañanita de San Juan, aunque fiesta católica, conservan no sé qué resabios del paganismo y naturalismo antiguos. Tal vez sea por la coincidencia aproximada de esta fiesta con el solsticio de verano. Ello es que todo era profano y no religioso. Todo era amor y galanteo. En nuestros viejos romances y leyendas, siempre roba el moro a la linda infantina cristiana, y siempre el caballero cristiano logra su anhelo con la princesa mora, en la noche o en la mañanita de San Juan; y en el pueblo se diría que conservaban la tradición de los viejos romances.



Las calles estaban llenas de gente. Todo el pueblo estaba en las calles y además los forasteros. Hacían asimismo muy difícil el tránsito la multitud de mesillas de turrón, arropía y tostones, los puestos de fruta, las tiendas de muñecos y juguetes, y las buñolerías, donde gitanas jóvenes y viejas, ya freían la masa, infestando el aire con el olor del aceite, ya pesaban y servían los buñuelos, ya respondían con donaire a los piropos de los galanes que pasaban, ya decían la buena ventura.



Don Luis procuraba no encontrar a los amigos y, si los veía de lejos echaba por otro lado. Así fue llegando poco a poco, sin que le hablasen ni detuviesen, hasta cerca del zaguán de casa de Pepita. El corazón empezó a latirle con violencia, y se paró un instante para serenarse. Miró el reloj: eran cerca de las diez y media.



—¡Válgame Dios!—dijo—, hará cerca de media hora que me estará aguardando.



Entonces se precipitó y penetró en el zaguán. El farol, que lo alumbraba de diario, daba poquísima luz aquella noche.



No bien entró D. Luis en el zaguán, una mano, mejor diremos una garra, le asió por el brazo derecho. Era Antoñona, que dijo en voz baja:



—¡Diantre de colegial, ingrato, desaborido, mostrenco! Ya imaginaba yo que no venías. ¿Dónde has estado, peal? ¡Cómo te atreves a tardar, haciéndote de pencas, cuando toda la sal de la tierra se está derritiendo por ti y el sol de la hermosura te aguarda!



Mientras Antoñona expresaba estas quejas, no estaba parada, sino que iba andando y llevando en pos de sí, asido siempre del brazo, al colegial atortolado y silencioso. Salvaron la cancela, y Antoñona la cerró con tiento y sin ruido; atravesaron el patio, subieron por la escalera, pasaron luego por unos corredores y por dos salas, y llegaron a la puerta del despacho, que estaba cerrada.



En toda la casa remaba maravilloso silencio. El despacho estaba en lo interior y no llegaban a él los rumores de la calle. Sólo llegaban, aunque confusos y vagos, el resonar de las castañuelas y el son de la guitarra, y un leve murmullo, causado todo por los criados de Pepita, que tenían su jaleo probe en la casa de campo.



Antoñona abrió la puerta del despacho; empujó a D. Luis para que entrase, y al mismo tiempo le anunció diciendo:



—Niña, aquí tienes al señor D. Luis, que viene a despedirse de ti.



Hecho el anuncio con la formalidad debida, la discreta Antoñona se retiró de la sala, dejando a sus anchas al visitante y a la niña, y volviendo a cerrar la puerta.





Al llegar a este punto no podemos menos de hacer notar el carácter de autenticidad que tiene la presente historia, admirándonos de la escrupulosa exactitud de la persona que la compuso. Porque, si algo de fingido, como en una novela, hubiera en estos Paralipómenos, no cabe duda en que una entrevista tan importante y transcendente como la de Pepita y D. Luis se hubiera dispuesto por medios menos vulgares que los aquí empleados. Tal vez nuestros héroes, yendo a una nueva expedición campestre, hubieran sido sorprendidos por deshecha y pavorosa tempestad, teniendo que refugiarse en las ruinas de algún antiguo castillo o torre moruna, donde por fuerza había de ser fama que aparecían espectros o cosas por el estilo. Tal vez nuestros héroes hubieran caído en poder de alguna partida de bandoleros, de la cual hubieran escapado merced a la serenidad y valentía de D. Luis, albergándose luego durante la noche, sin que se pudiese evitar, y solitos los dos, en una caverna o gruta. Y tal vez, por último, el autor hubiera arreglado el negocio de manera que Pepita y su vacilante admirador hubieran tenido que hacer un viaje por mar, y aunque ahora no hay piratas o corsarios argelinos, no es difícil inventar un buen naufragio, en el cual don Luis hubiera salvado a Pepita, arribando a una isla desierta o a otro lugar poético y apartado. Cualquiera de estos recursos hubiera preparado con más arte el coloquio apasionado de los dos jóvenes y hubiera justificado mejor a D. Luis. Creemos, sin embargo, que en vez de censurar al autor porque no apela a tales enredos, conviene darle gracias por la mucha conciencia que tiene, sacrificando a la fidelidad del relato el portentoso efecto que haría si se atreviese a exornarle y bordarle con lances y episodios sacados de su fantasía.



Si no hubo más que la oficiosidad y destreza de Antoñona y la debilidad con que D. Luis se comprometió a acudir a la cita, ¿para qué forjar embustes y traer a los dos amantes como arrastrados por la fatalidad a que se vean y hablen a solas con gravísimo peligro de la virtud y entereza de ambos? Nada de eso. Si D. Luis se conduce bien o mal en venir a la cita, y si Pepita Jiménez, a quien Antoñona había ya dicho que D. Luis espontáneamente venía a verla, hace mal o bien en alegrarse de aquella visita algo misteriosa y fuera de tiempo, no echemos la culpa al acaso, sino a los mismos personajes que en esta historia figuran y a las pasiones que sienten.



Mucho queremos nosotros a Pepita; pero la verdad es antes que todo, y la hemos de decir, aunque perjudique a nuestra heroína. A las ocho le dijo Antoñona que D. Luis iba a venir; y Pepita, que hablaba de morirse, que tenía los ojos encendidos y los párpados un poquito inflamados de llorar y que estaba bastante despeinada, no pensó desde entonces sino en componerse y arreglarse para recibir a D. Luis. Se lavó la cara con agua tibia para que el estrago del llanto desapareciese hasta el punto preciso de no afear, mas no para que no quedasen huellas de que había llorado; se compuso el pelo de suerte que no denunciaba estudio cuidadoso, sino que mostraba cierto artístico y gentil descuido, sin rayar en desorden, lo cual hubiera sido poco decoroso; se pulió las uñas; y como no era propio recibir de bata a D. Luis, se vistió un traje sencillo de casa. En suma, miró instintivamente a que todos los pormenores de tocador concurriesen a hacerla parecer más bonita y aseada, sin que se trasluciera el menor indicio del arte, del trabajo y del tiempo gastados en aquellos perfiles, sino que todo ello resplandeciera como obra natural y don gratuito; como algo que persistía en ella, a pesar del olvido de sí misma, causado por la vehemencia de los afectos.



Según hemos llegado a averiguar, Pepita empleó más de una hora en estas faenas de tocador, que habían de sentirse sólo por los efectos. Después se dio el postrer retoque y vistazo al espejo con satisfacción mal disimulada. Y por último, a eso de las nueve y media, tomando una palmatoria, bajó a la sala donde estaba el Niño Jesús. Encendió primero las velas del altarito, que estaban apagadas; vio con cierta pena que las flores yacían marchitas; pidió perdón a la devota imagen por haberla tenido desatendida mucho tiempo; y, postrándose de hinojos, y a solas, oró con todo su corazón, y con aquella confianza y franqueza que inspira quien está de huésped en casa desde hace muchos años. A un Jesús Nazareno, con la cruz a cuestas y la corona de espinas; a un Ecce-Homo, ultrajado y azotado, con la caña por irrisorio cetro y la áspera soga por ligadura de las manos, o a un Cristo crucificado, sangriento y moribundo, Pepita no se hubiera atrevido a pedir lo que pidió a Jesús, pequeñuelo todavía, risueño, lindo, sano y con buenos colores. Pepita le pidió que le dejase a D. Luis; que no se le llevase; porque él, tan rico y tan abastado de todo, podía sin gran sacrificio desprenderse de aquel servidor y cedérsele a ella.



Terminados estos preparativos, que nos será lícito clasificar y dividir en cosméticos, indumentarios y religiosos, Pepita se instaló en el despacho, aguardando la venida de don Luis con febril impaciencia.



Atinada anduvo Antoñona en no decirle que iba a venir, sino hasta poco antes de la hora. Aun así, gracias a la tardanza del galán, la pobre Pepita estuvo deshaciéndose, llena de ansiedad y de angustia, desde que terminó sus oraciones y súplicas con el niño Jesús hasta que vio dentro del despacho al otro niño.





La visita empezó del modo más grave y ceremonioso. Los saludos de fórmula se pronunciaron maquinalmente de una parte y de otra; y D. Luis, invitado a ello, tomó asiento en una butaca, sin dejar el sombrero ni el bastón, y a no corta distancia de Pepita. Pepita estaba sentada en el sofá. El velador se veía al lado de ella, con libros y con la palmatoria, cuya luz iluminaba su rostro. Una lámpara ardía además sobre el bufete. Ambas luces, con todo, siendo grande el cuarto, como lo era, dejaban la mayor parte de él en la penumbra. Una gran ventana, que daba a un jardincillo interior, estaba abierta por el calor, y si bien sus hierros eran como la trama de un tejido de rosas-enredaderas y jazmines, todavía por entre la verdura y las flores se abrían camino los claros rayos de la luna, penetraban en la estancia y querían luchar con la luz de la lámpara y de la palmatoria. Penetraban además por la ventana-vergel el lejano y confuso rumor del jaleo de la casa de campo, que estaba al otro extremo, el murmullo monótono de una fuente que había en el jardincillo, y el aroma de los jazmines y de las rosas que tapizaban la ventana, mezclado con el de los don-pedros, albahacas y otras plantas, que adornaban los arriates al pie de ella.



Hubo una larga pausa, un silencio tan difícil de sostener como de romper. Ninguno de los dos interlocutores se atrevía a hablar. Era, en verdad, la situación muy embarazosa. Tanto para ellos el expresarse entonces, como para nosotros el reproducir ahora lo que expresaron, es empresa ardua; pero no hay más remedio que acometerla. Dejemos que ellos mismos se expliquen y copiemos al pie de la letra sus palabras.





—Al fin se dignó Vd. venir a despedirse de mí antes de su partida—dijo Pepita—. Yo había perdido ya la esperanza.



El papel que hacía D. Luis era de mucho empeño y por otra parte, los hombres, no ya novicios, sino hasta experimentados y curtidos en estos diálogos, suelen incurrir en tonterías al empezar. No se condene, pues, a D. Luis porque empezase contestando tonterías.



—Su queja de Vd. es injusta—dijo—. He estado aquí a despedirme de Vd. con mi padre, y, como no tuvimos el gusto de que Vd. nos recibiese, dejamos tarjetas. Nos dijeron que estaba Vd. algo delicada de salud, y todos los días hemos enviado recado para saber de Vd. Grande ha sido nuestra satisfacción al saber que estaba Vd. aliviada. ¿Y ahora, se encuentra Vd. mejor?



—Casi estoy por decir a Vd. que no me encuentro mejor—replicó Pepita—; pero como veo que viene Vd. de embajador de su padre, y no quiero afligir a un amigo tan excelente, justo será que diga a Vd., y que Vd. repita a su padre, que siento bastante alivio. Singular es que haya venido Vd. solo. Mucho tendrá que hacer D. Pedro cuando no le ha acompañado.



—Mi padre no me ha acompañado, señora, porque no sabe que he venido a ver a Vd. Yo he venido solo, porque mi despedida ha de ser solemne, grave, para siempre quizás; y la suya es de índole harto diversa. Mi padre volverá por aquí dentro de unas semanas; yo es posible que no vuelva nunca, y si vuelvo, volveré muy otro del que soy ahora.



Pepita no pudo contenerse. El porvenir de felicidad con que había soñado se desvanecía como una sombra. Su resolución inquebrantable de vencer a toda costa a aquel hombre, único que había amado en la vida, único que se sentía capaz de amar, era una resolución inútil. D. Luis se iba. La juventud, la gracia, la belleza, el amor de Pepita no valían para nada. Estaba condenada, con veinte años de edad y tanta hermosura, a la viudez perpetua, a la soledad, a amar a quien no la amaba. Todo otro amor era imposible para ella. El carácter de Pepita, en quien los obstáculos recrudecían y avivaban más los anhelos, en quien una determinación, una vez tomada, lo arrollaba todo hasta verse cumplida, se mostró entonces con notable violencia y rompiendo todo freno. Era menester morir o vencer en la demanda. Los respetos sociales, la inveterada costumbre de disimular y de velar los sentimientos, que se adquieren en el gran mundo y que pone dique a los arrebatos de la pasión, y envuelve en gasas y cendales y disuelve en perífrasis y frases ambiguas la más enérgica explosión de los mal reprimidos afectos, nada podían con Pepita, que tenía poco trato de gentes, y que no conocía término medio; que no había sabido sino obedecer a ciegas a su madre y a su primer marido, y mandar después despóticamente a todos los demás seres humanos. Así es que Pepita habló en aquella ocasión y se mostró tal como era. Su alma, con cuanto había en ella de apasionado, tomó forma sensible en sus palabras, y sus palabras no sirvieron para envolver su pensar y su sentir sino para darle cuerpo. No habló como hubiera hablado una dama de nuestros salones, con ciertas pleguerías y atenuaciones en la expresión, sino con la desnudez idílica con que Cloe hablaba a Dafnis y con la humildad y el abandono completo con que se ofreció a Booz la nuera de Noemi.



Pepita dijo:



—¿Persiste Vd., pues, en su propósito? ¿Está usted seguro de su vocación? ¿No teme Vd. ser un mal clérigo? Sr. D. Luis, voy a hacer un esfuerzo; voy a olvidar por un instante que soy una ruda muchacha; voy a prescindir de todo sentimiento, y voy a discurrir con frialdad, como si se tratase del asunto que me fuese más extraño. Aquí hay hechos que se pueden comentar de dos modos. Con ambos comentarios queda Vd. mal. Expondré mi pensamiento. Si la mujer que con sus coqueterías, no por cierto muy desenvueltas, casi sin hablar a Vd. palabra, a los pocos días de verle y tratarle, ha conseguido provocar a Vd., moverle a que la mire con miradas que auguraban amor profano, y hasta ha logrado que le dé Vd. una muestra de cariño, que es una falta, un pecado en cualquiera y más en un sacerdote; si esta mujer, es, como lo es en realidad, una lugareña ordinaria, sin instrucción, sin talento y sin elegancia, ¿qué no se debe temer de Vd. cuando trate y vea y visite en las grandes ciudades a otras mujeres mil veces más peligrosas? Usted se volverá loco cuando vea y trate a las grandes damas que habitan palacios, que huellan mullidas alfombras, que deslumbran con diamantes y perlas, que visten sedas y encajes y no percal y muselina, que desnudan la cándida y bien formada garganta y no la cubren con un plebeyo y modesto pañolito, que son más diestras en mirar y herir, que por el mismo boato, séquito y pompa de que se rodean son más deseables por ser en apariencia inasequibles, que disertan de política, de filosofía, de religión y de literatura, que cantan como canarios, y que están como envueltas en nubes de aroma, adoraciones y rendimientos, sobre un pedestal de triunfos y victorias, endiosadas por el prestigio de un nombre ilustre, encumbradas en áureos salones o retiradas en voluptuosos gabinetes, donde entran sólo los felices de la tierra; tituladas acaso, y llamándose únicamente para los íntimos Pepita, Antoñita o Angelita, y para los demás la Excma. Señora Duquesa o la Excma. Señora Marquesa. Si Vd. ha cedido a una zafia aldeana, hallándose en vísperas de la ordenación, con todo el entusiasmo que debe suponerse, y, si ha cedido impulsado por capricho fugaz, ¿no tengo razón en prever que va Vd. a ser un clérigo detestable, impuro, mundanal y funesto, y que cederá a cada paso? En esta suposición, créame usted, Sr. D. Luis y no se me ofenda, ni siquiera vale Vd. para marido de una mujer honrada. Si usted ha estrechado las manos, con el ahínco y la ternura del más frenético amante, si Vd. ha mirado con miradas que prometían un cielo, una eternidad de amor, y si Vd. ha... besado a una mujer que nada le inspiraba sino algo que para mí no tiene nombre, vaya Vd. con Dios, y no se case Vd. con esa mujer. Si ella es buena, no le querrá a Vd. para marido, ni siquiera para amante; pero, por amor de Dios, no sea Vd. clérigo tampoco. La Iglesia ha menester de otros hombres más serios y más capaces de virtud para ministros del Altísimo. Por el contrario, si Vd. ha sentido una gran pasión por esta mujer de que hablamos, aunque ella sea poco digna, ¿por qué abandonarla y engañarla con tanta crueldad? Por indigna que sea, si es que ha inspirado esa gran pasión, ¿no cree Vd. que la compartirá y que será víctima de ella? Pues qué, cuando el amor es grande, elevado y violento, ¿deja nunca de imponerse? ¿No tiraniza y subyuga al objeto amado de un modo irresistible? Por los grados y quilates de su amor debe usted medir el de su amada. ¿Y cómo no temer por ella si Vd. la abandona? ¿Tiene ella la energía varonil, la constancia que infunde la sabiduría que los libros encierran, el aliciente de la gloria, la multitud de grandiosos proyectos, y todo aquello que hay en su cultivado y sublime espíritu de Vd. para distraerle y apartarle, sin desgarradora violencia, de todo otro terrenal afecto? ¿No comprende Vd. que ella morirá de dolor, y que Vd., destinado a hacer incruentos sacrificios, empezará por sacrificar despiadadamente a quien más le ama?



—Señora—contestó D. Luis haciendo un esfuerzo para disimular su emoción y para que no se conociese lo turbado que estaba en lo trémulo y balbuciente de la voz—. Señora, yo también tengo que dominarme mucho para contestar a Vd. con la frialdad de quien opone argumentos a argumentos como en una controversia; pero la acusación de Vd. viene tan razonada (y Vd. perdone que se lo diga), es tan hábilmente sofística, que me fuerza a desvanecerla con razones. No pensaba yo tener que disertar aquí y que aguzar mi corto ingenio; pero Vd. me condena a ello, si no quiero pasar por un monstruo. Voy a contestar a los extremos del cruel dilema que ha forjado Vd. en mi daño. Aunque me he criado al lado de mi tío y en el Seminario, donde no he visto mujeres, no me crea Vd. tan ignorante ni tan pobre de imaginación que no acertase a representármelas en la mente todo lo bellas, todo lo seductoras que pueden ser. Mi imaginación, por el contrario, sobrepujaba a la realidad en todo eso. Excitada por la lectura de los cantores bíblicos y de los poetas profanos, se fingía mujeres más elegantes, más graciosas, más discretas, que las que por lo común se hallan en el mundo real. Yo conocía, pues, el precio del sacrificio que hacía, y hasta lo exageraba, cuando renuncié al amor de esas mujeres, pensando elevarme a la dignidad del sacerdocio. Harto conocía yo lo que puede y debe añadir de encanto a una mujer hermosa el vestirla de ricas telas y joyas esplendentes, y el circundarla de todos los primores de la más refinada cultura y de todas las riquezas que crean la mano y el ingenio infatigable del hombre. Harto conocía yo también lo que acrecientan el natural despejo, lo que pulen, realzan y abrillantan la inteligencia de una mujer el trato de los hombres más notables por la ciencia, la lectura de buenos libros, el aspecto mismo de las florecientes ciudades con los monumentos y grandezas que contienen. Todo esto me lo figuraba yo con tal viveza y lo veía con tal hermosura, que, no lo dude Vd., si yo llego a ver y a tratar a esas mujeres de que Vd. me habla, lejos de caer en la adoración y en la locura que Vd. predice, tal vez sea un desengaño lo que reciba, al ver cuánta distancia media de lo soñado a lo real y de lo vivo a lo pintado.



—¡Estos de Vd. sí que son sofismas!—interrumpió Pepita—. ¿Cómo negar a Vd. que lo que usted se pinta en la imaginación es más hermoso que lo que existe realmente; pero cómo negar tampoco que lo real tiene más eficacia seductora que lo imaginado y soñado? Lo vago y aéreo de un fantasma, por bello que sea, no compite con lo que mueve materialmente los sentidos. Contra los ensueños mundanos comprendo que venciesen en su alma de usted las imágenes devotas; pero temo que las imágenes devotas no habían de vencer a las mundanas realidades.



—Pues no lo tema Vd., señora—replicó don Luis—. Mi fantasía es más eficaz en lo que crea que todo el universo, menos Vd., en lo que por los sentidos transmite.



—Y ¿por qué menos yo? Esto me hace caer en otro recelo. ¿Será quizás la idea que Vd. tiene de mí, la idea que ama, creación de esa fantasía tan eficaz, ilusión en nada conforme conmigo?



—No: no lo es; tengo fe de que esta idea es en todo conforme con Vd.; pero tal vez es ingénita en mi alma; tal vez está en ella desde que fue creada por Dios; tal vez es parte de su esencia; tal vez es lo más puro y rico de su ser, como el perfume en las flores.



—¡Bien me lo temía yo! Vd. lo confiesa ahora. Usted no me ama. Eso que ama Vd. es la esencia, el aroma, lo más puro de su alma, que ha tomado una forma parecida a la mía.



—No, Pepita: no se divierta Vd. en atormentarme. Esto que yo amo es Vd., y Vd. tal cual es; pero es tan bello, tan limpio, tan delicado esto que yo amo, que no me explico que pase todo por los sentidos, de un modo grosero, y llegue así hasta mi mente. Supongo, pues, y creo, y tengo por cierto, que estaba antes en mí. Es como la idea de Dios, que estaba en mí, que ha venido a magnificarse y desenvolverse en mí, y que sin embargo tiene su objeto real, superior, infinitamente superior a la idea. Como creo que Dios existe, creo que existe usted y que vale Vd. mil veces más que la idea que de Vd. tengo formada.



—Aún me queda una duda. ¿No pudiera ser la mujer en general, y no yo singular y exclusivamente, quien ha despertado esa idea?



—No, Pepita; la magia, el hechizo de una mujer, bella de alma y de gentil presencia, habían, antes de ver a Vd., penetrado en mi fantasía. No hay duquesa, ni marquesa en Madrid, ni emperatriz en el mundo, ni reina ni princesa en todo el orbe, que valgan lo que valen las ideales y fantásticas criaturas con quienes yo he vivido, porque se aparecían en los alcázares y camarines, estupendos de lujo, buen gusto y exquisito ornato, que yo edificaba en mis espacios imaginarios, desde que llegué a la adolescencia, y que daba luego por morada a mis Lauras, Beatrices, Julietas, Margaritas y Eleonoras, o a mis Cintias, Glíceras y Lesbias. Yo las coronaba en mi mente con diademas y mitras orientales, y las envolvía en mantos de púrpura y de oro, y las rodeaba de pompa regia, como a Ester y a Vasti: yo les prestaba la sencillez bucólica de la edad patriarcal como a Rebeca y a la Sulamita; yo les daba la dulce humildad y la devoción de Ruth; yo las oía discurrir como Aspasia o Hipatia, maestras de elocuencia; yo las encumbraba en estrados riquísimos y ponía en ellas reflejos gloriosos de clara sangre y de ilustre prosapia, como si fuesen las matronas patricias más orgullosas y nobles de la antigua Roma; yo las veía ligeras, coquetas, alegres, llenas de aristocrática desenvoltura, como las damas del tiempo de Luis XV en Versalles; y yo las adornaba, ya con púdicas estolas, que infundían veneración y respeto, ya con túnicas y peplos sutiles, por entre cuyos pliegues airosos se dibujaba toda la perfección plástica de las gallardas formas; ya con la coa transparente de las bellas cortesanas de Atenas y Corinto, para que reluciese, bajo la nebulosa velatura, lo blanco y sonrosado del bien torneado cuerpo. Pero ¿qué valen los deleites del sentido, ni qué valen las glorias todas y las magnificencias del mundo, cuando un alma arde y se consume en el amor divino, como yo entendía, tal vez con sobrada soberbia, que la mía estaba ardiendo y consumiéndose? Ingentes peñascos, montañas enteras, si sirven de obstáculo a que se dilate el fuego que de repente arde en el seno de la tierra, vuelan deshechos por el aire, dando lugar y abriendo paso a la amontonada pólvora de la mina o a las inflamadas materias del volcán en erupción atronadora. Así, o con mayor fuerza, lanzaba de sí mi espíritu todo el peso del universo y de la hermosura creada, que se le ponía encima y le aprisionaba impidiéndole volar a Dios, como a su centro. No; no he dejado yo por ignorancia ningún regalo, ninguna dulzura, ninguna gloria: todo lo conocía y lo estimaba en más de lo que vale cuando lo desprecié por otro regalo, por otra gloria, por otras dulzuras mayores. El amor profano de la mujer, no sólo ha venido a mi fantasía con cuantos halagos tiene en sí, sino con aquellos hechizos soberanos y casi irresistibles de la más peligrosa de las tentaciones: de la que llaman los moralistas tentación virgínea, cuando la mente, aún no desengañada por la experiencia y el pecado, se finge en el abrazo amoroso un subidísimo deleite, inmensamente superior, sin duda, a toda realidad y a toda verdad. Desde que vivo, desde que soy hombre, y ya hace años, pues no es tan grande mi mocedad, he despreciado todas esas sombras y reflejos de deleites y de hermosuras, enamorado de una hermosura arquetipo y ansioso de un deleite supremo. He procurado morir en mí para vivir en el objeto amado; desnudar, no ya sólo los sentidos, sino hasta las potencias de mi alma, de afectos del mundo y de figuras y de imágenes, para poder decir con razón que no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí. Tal vez, de seguro, he pecado de arrogante y de confiado, y Dios ha querido castigarme. Usted entonces se ha interpuesto en mi camino y me ha sacado de él y me ha extraviado. Ahora me zahiere, me burla, me acusa de liviano y de fácil: y al zaherirme y burlarme se ofende a sí propia, suponiendo que mi falta me la hubiera hecho cometer otra mujer cualquiera. No quiero, cuando debo ser humilde, pecar de orgulloso defendiéndome. Si Dios, en castigo de mi soberbia, me ha dejado de su gracia, harto posible es que el más ruin motivo me haya hecho vacilar y caer. Con todo, diré a Vd. que mi mente, quizás alucinada, lo entiende de muy diversa manera. Será efecto de mi no domada soberbia; pero repito que lo entiendo de otra manera. No acierto a persuadirme de que haya ruindad ni bajeza en el motivo de mi caída. Sobre todos los ensueños de mi juvenil imaginación ha venido a sobreponerse y entronizarse la realidad que en Vd. he visto: sobre todas mis ninfas, reinas y diosas, Vd. ha descollado; por cima de mis ideales creaciones, derribadas, rotas, deshechas por el amor divino, se levantó en mi alma la imagen fiel, la copia exactísima de la viva hermosura que adorna, que es la esencia de ese cuerpo y de esa alma. Hasta algo de misterioso, de sobrenatural, puede haber intervenido en esto, porque amé a Vd. desde que la vi, casi antes de que la viera. Mucho antes de tener conciencia de que la amaba a Vd., ya la amaba. Se diría que hubo en esto algo de fatídico; que estaba escrito; que era una predestinación.



—Y si es una predestinación, si estaba escrito—interrumpió Pepita—, ¿por qué no someterse, por qué resistirse todavía? Sacrifique Vd. sus propósitos a nuestro amor. ¿Acaso no he sacrificado yo mucho? Ahora mismo, al rogar, al esforzarme por vencer los desdenes de Vd., ¿no sacrifico mi orgullo, mi decoro y mi recato? Yo también creo que amaba a usted antes de verle. Ahora amo a Vd. con todo mi corazón, y sin Vd. no hay felicidad para mí. Cierto es que en mi humilde inteligencia no puede usted hallar rivales tan poderosos como yo tengo en la de usted. Ni con la mente, ni con la voluntad, ni con el afecto, atino a elevarme a Dios inmediatamente. Ni por naturaleza, ni por gracia, subo ni me atrevo a querer subir a tan encumbradas esferas. Llena está mi alma, sin embargo, de piedad religiosa, y conozco y amo y adoro a Dios, pero sólo veo su omnipotencia y admiro su bondad en las obras que han salido de sus manos. Ni con la imaginación acierto tampoco a forjarme esos ensueños que usted me refiere. Con alguien, no obstante, más bello, entendido, poético y amoroso, que los hombres que me han pretendido hasta ahora, con un amante más distinguido y cabal que todos mis adoradores de este lugar y de los lugares vecinos, soñaba yo para que me amara y para que yo le amase y le rindiese mi albedrío. Ese alguien era Vd. Lo presentí cuando me dijeron que Vd. había llegado al lugar: lo reconocí cuando vi a Vd. por vez primera. Pero como mi imaginación es tan estéril, el retrato que yo de Vd. me había trazado no valía, ni con mucho, lo que Vd. vale. Yo también he leído algunas historias y poesías, pero de todos los elementos que de ellas guardaba mi memoria no logré nunca componer una pintura que no fuese muy inferior en mérito a lo que veo en Vd. y comprendo en Vd. desde que le conozco. Así es que estoy rendida y vencida y aniquilada desde el primer día. Si amor es lo que usted dice, si es morir en sí para vivir en el amado, verdadero y legítimo amor es el mío, porque he muerto en mí y sólo vivo en Vd. y para Vd. He deseado desechar de mí este amor, creyéndole mal pagado, y no me ha sido posible. He pedido a Dios, con mucho fervor, que me quite el amor o me mate, y Dios no ha querido oírme. He rezado a María Santísima para que borre del alma la imagen de usted y el rezo ha sido inútil. He hecho promesas al santo de mi nombre para no pensar en Vd. sino como él pensaba en su bendita esposa, y el santo no me ha socorrido. Viendo esto, he tenido la audacia de pedir al cielo que Vd. se deje vencer, que usted deje de querer ser clérigo, que nazca en su corazón de Vd. un amor tan profundo como el que hay en mi corazón. D. Luis, dígamelo Vd. con franqueza, ¿ha sido también sordo el cielo a esta última súplica? ¿O es acaso que para avasallar y rendir un alma pequeña, cuitada y débil como la mía, basta un pequeño amor, y para avasallar la de Vd., cuando tan altos y fuertes pensamientos la velan y custodian, se necesita de amor más poderoso, que yo no soy digna de inspirar, ni capaz de compartir, ni hábil para comprender siquiera?



—Pepita—contestó D. Luis—, no es que su alma de Vd. sea más pequeña que la mía, sino que está libre de compromisos, y la mía no lo está. El amor que Vd. me ha inspirado es inmenso; pero luchan contra él mi obligación, mis votos, los propósitos de toda mi vida, próximos a realizarse. ¿Por qué no he de decirlo, sin temor de ofender a Vd.? Si usted logra en mí su amor, Vd. no se humilla. Si yo cedo a su amor de Vd., me humillo y me rebajo. Dejo al Creador por la criatura, destruyo la obra de mi constante voluntad, rompo la imagen de Cristo que estaba en mi pecho, y el hombre nuevo, que a tanta costa había yo formado en mí, desaparece para que el hombre antiguo renazca. ¿Por qué, en vez de bajar yo hasta el suelo, hasta el siglo, hasta la impureza del mundo, que antes he menospreciado, no se eleva Vd. hasta mí por virtud de ese mismo amor que me tiene, limpiándole de toda escoria? ¿Por qué no nos amamos entonces sin vergüenza y sin pecado y sin mancha? Dios, con el fuego purísimo y refulgente de su amor, penetra las almas santas y las llena por tal arte, que así como un metal que sale de la fragua, sin dejar de ser metal reluce y deslumbra, y es todo fuego, así las almas se hinchen de Dios, y en todo son Dios, penetradas por donde quiera de Dios, en gracia del amor divino. Estas almas se aman y se gozan entonces, como si amaran y gozaran a Dios: amándole y gozándole, porque Dios son ellas. Subamos, juntos en espíritu, esta mística y difícil escala: asciendan a la par nuestras almas a esta bienaventuranza, que aun en la vida mortal es posible; mas para ello es fuerza que nuestros cuerpos se separen; que yo vaya a donde me llama mi deber, mi promesa y la voz del Altísimo, que dispone de su siervo y le destina al culto de sus altares.



—¡Ay, Sr. D. Luis!—replicó Pepita toda desolada y compungida—. Ahora conozco cuán vil es el metal del que estoy forjada y cuán indigno de que le penetre y mude el fuego divino. Lo declararé todo, desechando hasta la vergüenza. Soy una pecadora infernal. Mi espíritu grosero e inculto no alcanza esas sutilezas, esas distinciones, esos refinamientos de amor. Mi voluntad rebelde se niega a lo que Vd. propone. Yo ni siquiera concibo a Vd. sin Vd. Para mí es Vd. su boca, sus ojos, sus negros cabellos, que deseo acariciar con mis manos, su dulce voz y el regalado acento de sus palabras que hieren y encantan materialmente mis oídos, toda su forma corporal, en suma, que me enamora y seduce, y al través de la cual, y sólo al través de la cual se me muestra el espíritu invisible, vago y lleno de misterios. Mi alma, reacia e incapaz de esos raptos misteriosos, no acertará a seguir a Vd. nunca a las regiones donde quiere llevarla. Si Vd. se eleva hasta ellas, yo me quedaré sola, abandonada, sumida en la mayor aflicción. Prefiero morirme. Merezco la muerte: la deseo. Tal vez al morir, desatando o rompiendo mi alma estas infames cadenas que la detienen, se haga hábil para ese amor con que Vd. desea que nos amemos. Máteme Vd. antes, para que nos amemos así; máteme Vd. antes, y, ya libre mi espíritu, le seguirá por todas las regiones y peregrinará invisible al lado de usted velando su sueño, contemplándole con arrobo, penetrando sus pensamientos más ocultos, viendo en realidad su alma, sin el intermedio de los sentidos. Pero viva, no puede ser. Yo amo en Vd., no ya sólo el alma, sino el cuerpo, y la sombra del cuerpo, y el reflejo del cuerpo en los espejos y en el agua, y el nombre, y el apellido, y la sangre, y todo aquello que le determina como tal D. Luis de Vargas; el metal de la voz, el gesto, el modo de andar y no sé qué más diga. Repito que es menester matarme. Máteme Vd. sin compasión. No: yo no soy cristiana, sino idólatra materialista.



Aquí hizo Pepita una larga pausa. D. Luis no sabía qué decir y callaba. El llanto bañaba las mejillas de Pepita, la cual prosiguió sollozando:



—Lo conozco: Vd. me desprecia y hace bien en despreciarme. Con ese justo desprecio me matará usted mejor que con un puñal, sin que se manche de sangre ni su mano ni su conciencia. Adiós. Voy a libertar a Vd. de mi presencia odiosa. Adiós para siempre.



Dicho esto, Pepita se levantó de su asiento, y sin volver la cara inundada de lágrimas, fuera de sí, con precipitados pasos se lanzó hacia la puerta que daba a las habitaciones interiores. D. Luis sintió una invencible ternura, una piedad funesta. Tuvo miedo de que Pepita muriese. La siguió para detenerla, pero no llegó a tiempo, Pepita pasó la puerta. Su figura se perdió en la oscuridad. Arrastrado D. Luis como por un poder sobrehumano, impulsado como por una mano invisible, penetró en pos de Pepita en la estancia sombría.





El despacho quedó solo.



El baile de los criados debía de haber concluido, pues no se oía el más leve rumor. Sólo sonaba el agua de la fuente del jardincillo.



Ni un leve soplo de viento interrumpía el sosiego de la noche y la serenidad del ambiente. Penetraban por la ventana el perfume de las flores y el resplandor de la luna.



Al cabo de un largo rato, D. Luis apareció de nuevo, saliendo de la oscuridad. En su rostro se veía pintado el terror; algo de la desesperación de Judas.



Se dejó caer en una silla: puso ambos puños cerrados en su cara y en sus rodillas ambos codos, y así permaneció más de media hora sumido sin duda en un mar de reflexiones amargas.



Cualquiera, si le hubiera visto, hubiera sospechado que acababa de asesinar a Pepita.



Pepita, sin embargo, apareció después. Con paso lento, con actitud de profunda melancolía, con el rostro y la mirada inclinados al suelo, llegó hasta cerca de donde estaba D. Luis, y dijo de este modo:



—Ahora, aunque tarde, conozco toda la vileza de mi corazón y toda la iniquidad de mi conducta. Nada tengo que decir en mi abono; mas no quiero que me creas más perversa de lo que soy. Mira, no pienses que ha habido en mí artificio, ni cálculo, ni plan para perderte. Sí, ha sido una maldad atroz, pero instintiva; una maldad inspirada quizá por el espíritu del infierno que me posee. No te desesperes ni te aflijas, por amor de Dios. De nada eres responsable. Ha sido un delirio: la enajenación mental se apoderó de tu noble alma. No es en ti el pecado sino muy leve. En mí es grave, horrible, vergonzoso. Ahora te merezco menos que nunca. Vete: yo soy ahora quien te pide que te vayas. Vete: haz penitencia. Dios te perdonará. Vete: que un sacerdote te absuelva. Limpio de nuevo de culpa, cumple tu voluntad y sé ministro del Altísimo. Con tu vida trabajosa y santa, no sólo borrarás hasta las últimas señales de esta caída sino que después de perdonarme el mal que te he hecho, conseguirás del cielo mi perdón. No hay lazo alguno que conmigo te ligue; y si lo hay, yo le desato o le rompo. Eres libre. Básteme el haber hecho caer por sorpresa al lucero de la mañana; no quiero, ni debo, ni puedo retenerle cautivo. Lo adivino, lo infiero de tu ademán, lo veo con evidencia; ahora me desprecias más que antes, y tienes razón en despreciarme. No hay honra, ni virtud, ni vergüenza en mí.



Al decir esto, Pepita hincó en tierra ambas rodillas y se inclinó luego hasta tocar con la frente el suelo del despacho. D. Luis siguió en la misma postura que antes tenía. Así estuvieron los dos algunos minutos en desesperado silencio.



Con voz ahogada, sin levantar la faz de la tierra, prosiguió al cabo Pepita:



—Vete ya, D. Luis, y no por una piedad afrentosa permanezcas más tiempo al lado de esta mujer miserable. Yo tendré valor para sufrir tu desvío, tu olvido y hasta tu desprecio, que tengo tan merecido. Seré siempre tu esclava, pero lejos de ti, muy lejos de ti, para no traerte a la memoria la infamia de esta noche.



Los gemidos sofocaron la voz de Pepita, al terminar estas palabras.



D. Luis no pudo más. Se puso en pie, llegó donde estaba Pepita y la levantó entre sus brazos, estrechándola contra su corazón, apartando blandamente de su cara los rubios rizos que en desorden caían sobre ella, y cubriéndola de apasionados besos.



—Alma mía—dijo por último don Luis—, vida de mi alma, prenda querida de mi corazón, luz de mis ojos, levanta la abatida frente y no te prosternes más delante de mí. El pecador, el flaco de voluntad, el miserable, el sandio y el ridículo soy yo que no tú. Los ángeles y los demonios deben reírse igualmente de mí y no tomarme por lo serio. He sido un santo postizo, que no he sabido resistir y desengañarte desde el principio, como hubiera sido justo; y ahora no acierto tampoco a ser un caballero, un galán, un amante fino, que sabe agradecer en cuanto valen los favores de su dama. No comprendo qué viste en mí para prendarte de ese modo. Jamás hubo en mí virtud sólida, sino hojarasca y pedantería de colegial, que había leído los libros devotos como quien lee novelas, y con ellos se había forjado su novela necia de misiones y contemplaciones. Si hubiera habido virtud sólida en mí, con tiempo te hubiera desengañado y no hubiéramos pecado ni tú ni yo. La verdadera virtud no cae tan fácilmente. A pesar de toda tu hermosura, a pesar de tu talento, a pesar de tu amor hacia mí, no, yo no hubiera caído, si en realidad hubiera sido virtuoso, si hubiera tenido una vocación verdadera. Dios, que todo lo puede, me hubiera dado su gracia. Un milagro, sin duda, algo de sobrenatural se requería para resistir a tu amor; pero Dios hubiera hecho el milagro si yo hubiera sido digno objeto y bastante razón para que le hiciera. Haces mal en aconsejarme que sea sacerdote. Reconozco mi indignidad. No era más que orgullo lo que me movía. Era una ambición mundana como otra cualquiera. ¡Qué digo como otra cualquiera! Era peor: era una ambición hipócrita, sacrílega, simoniaca.



—No te juzgues con tal dureza—replicó Pepita, ya más serena y sonriendo a través de las lágrimas—. No deseo que te juzgues así, ni para que no me halles tan indigna de ser tu compañera; pero quiero que me elijas por amor, libremente, no para reparar una falta, no porque has caído en un lazo que pérfidamente puedes sospechar que te he tendido. Vete, si no me amas, si sospechas de mí, si no me estimas. No exhalarán mis labios una queja, si para siempre me abandonas y no vuelves a acordarte de mí...



La contestación de D. Luis no cabía ya en el estrecho y mezquino tejido del lenguaje humano. Don Luis rompió el hilo del discurso de Pepita, sellando los labios de ella con los suyos y abrazándola de nuevo.





Bastante más tarde, con previas toses y resonar de pies, entró Antoñona en el despacho diciendo:



—¡Vaya una plática larga! Este sermón que ha predicado el colegial no ha sido el de las siete palabras, sino que ha estado a punto de ser el de las cuarenta horas. Tiempo es ya de que te vayas, don Luis. Son cerca de las dos de la mañana.



—Bien está—dijo Pepita—, se irá al momento.



Antoñona volvió a salir del despacho, y aguardó fuera.



Pepita estaba transformada. Las alegrías que no había tenido en su niñez, el gozo y el contento de que no había gustado en los primeros años de su juventud, la bulliciosa actividad y travesura que una madre adusta y un marido viejo habían contenido y como represado en ella hasta entonces, se diría que brotaron de repente en su alma, como retoñan las hojas verdes de los árboles, cuando las nieves y los hielos de un invierno rigoroso y dilatado han retardado su germinación.



Una señora de ciudad, que conoce lo que llamamos conveniencias sociales, hallará extraño y hasta censurable lo que voy a decir de Pepita; pero Pepita, aunque elegante de suyo, era una criatura muy a lo natural, y en quien no cabían la compostura disimulada y toda la circunspección que en el gran mundo se estilan. Así es que, vencidos los obstáculos que se oponían a su dicha, viendo ya rendido a D. Luis, teniendo su promesa espontánea de que la tomaría por mujer legítima, y creyéndose con razón amada, adorada, de aquél a quien amaba y adoraba tanto, brincaba y reía y daba otras muestras de júbilo, que, en medio de todo, tenían mucho de infantil y de inocente.



Era menester que D. Luis partiera. Pepita fue por un peine y le alisó con amor los cabellos, besándoselos después.



Pepita le hizo mejor el lazo de la corbata.



—Adiós, dueño amado—le dijo—. Adiós, dulce rey de mi alma. Yo se lo diré todo a tu padre, si tú no quieres atreverte. Él es bueno y nos perdonará.



Al cabo los dos amantes se separaron.





Cuando Pepita se vio sola, su bulliciosa alegría se disipó, y su rostro tomó una expresión grave y pensativa.



Pepita pensó dos cosas igualmente serias: una de interés mundano, otra de más elevado interés. Lo primero en que pensó fue en que su conducta de aquella noche, pasada la embriaguez del amor, pudiera perjudicarle en el concepto de D. Luis. Pero hizo severo examen de conciencia, y, reconociendo que ella no había puesto ni malicia, ni premeditación en nada, y que cuanto hizo nació de un amor irresistible y de nobles impulsos, consideró que don Luis no podía menospreciarla nunca, y se tranquilizó por este lado. No obstante, aunque su confesión candorosa de que no entendía el mero amor de los espíritus y aunque su fuga a lo interior de la alcoba sombría había sido obra del instinto más inocente, sin prever los resultados, Pepita no se negaba que había pecado después contra Dios, y en este punto no hallaba disculpa. Encomendose, pues, de todo corazón a la Virgen para que la perdonase: hizo promesa a la imagen de la Soledad, que había en el convento de monjas, de comprar siete lindas espadas de oro, de sutil y prolija labor, con que adornar su pecho; y determinó ir a confesarse al día siguiente con el vicario y someterse a la más dura penitencia que le impusiera para merecer la absolución de aquellos pecados, merced a los cuales venció la terquedad de D. Luis, quien de lo contrario hubiera llegado a ser cura, sin remedio.



Mientras Pepita discurría así allá en su mente, y resolvía con tanto tino sus negocios del alma, don Luis bajó hasta el zaguán, acompañado por Antoñona.



Antes de despedirse dijo D. Luis sin preparación ni rodeos:



—Antoñona, tú que lo sabes todo, dime, quién es el conde de Genazahar y qué clase de relaciones ha tenido con tu ama.



—Temprano empiezas a mostrarte celoso.



—No son celos; es curiosidad solamente.



—Mejor es así. Nada más fastidioso que los celos. Voy a satisfacer tu curiosidad. Ese conde está bastante tronado. Es un perdido, jugador y mala cabeza; pero tiene más vanidad que D. Rodrigo en la horca. Se empeñó en que mi niña le quisiera y se casase con él, y como la niña le ha dado mil veces calabazas, está que trina. Esto no impide que se guarde por allá más de mil duros, que hace años le prestó don Gumersindo, sin más hipoteca que un papelucho, por culpa y a ruegos de Pepita, que es mejor que el pan. El tonto del conde creyó sin duda que Pepita, que fue tan buena de casada que hizo que le diesen dinero, había de ser de viuda tan rebuena para él que le había de tomar por marido. Vino después el desengaño con la furia consiguiente.



—Adiós, Antoñona—dijo D. Luis y se salió a la calle, silenciosa ya y sombría.



Las luces de las tiendas y puestos de la feria se habían apagado y la gente se retiraba a dormir, salvo los amos de las tiendas de juguetes y otros pobres buhoneros, que dormían al sereno al lado de sus mercancías.



En algunas rejas, seguían aún varios embozados, pertinaces e incansables, pelando la pava con sus novias. La mayoría había desaparecido ya.



En la calle, lejos de la vista de Antoñona, don Luis dio rienda suelta a sus pensamientos. Su resolución estaba tomada, y todo acudía a su mente a confirmar su resolución. La sinceridad y el ardor de la pasión que había inspirado a Pepita, su hermosura, la gracia juvenil de su cuerpo y la lozanía primaveral de su alma, se le presentaban en la imaginación y le hacían dichoso.



Con cierta mortificación de la vanidad reflexionaba, no obstante, D. Luis en el cambio que en él se había obrado. ¿Qué pensaría el deán? ¿Qué espanto no sería el del obispo? Y sobre todo, ¿qué motivo tan grave de queja no había dado D. Luis a su padre? Su disgusto, su cólera cuando supiese el compromiso que ligaba a Luis con Pepita, se ofrecían al ánimo de D. Luis y le inquietaban sobre manera.



En cuanto a lo que él llamaba su caída antes de caer, fuerza es confesar que le parecía poco honda y poco espantosa después de haber caído. Su misticismo, bien estudiado, con la nueva luz que acababa de adquirir, se le antojó que no había tenido ser ni consistencia; que había sido un producto artificial y vano de sus lecturas, de su petulancia de muchacho y de sus ternuras sin objeto de colegial inocente. Cuando recordaba que a veces había creído recibir favores y regalos sobrenaturales, y había oído susurros místicos y había estado en conversación interior, y casi había empezado a caminar por la vía unitiva, llegando a la oración de quietud, penetrando en el abismo del alma y subiendo al ápice de la mente, D. Luis se sonreía y sospechaba que no había estado por completo en su juicio. Todo había sido presunción suya. Ni él había hecho penitencia, ni él había vivido largos años en contemplación, ni él tenía ni había tenido merecimientos bastantes para que Dios le favoreciese con distinciones tan altas. La mayor prueba que se daba a sí propio de todo esto, la mayor seguridad de que los regalos sobrenaturales de que había gozado eran sofísticos, eran simples recuerdos de los autores que leía, nacía de que nada de eso había deleitado tanto su alma como un te amo de Pepita, como el toque delicadísimo de una mano de Pepita jugando con los negros rizos de su cabeza.



Don Luis apelaba a otro género de humildad cristiana para justificar a sus ojos lo que ya no quería llamar caída, sino cambio. Se confesaba indigno de ser sacerdote, y se allanaba a ser lego, casado, vulgar, un buen lugareño cualquiera, cuidando de las viñas y los olivos, criando a sus hijos, pues ya los deseaba, y siendo modelo de maridos al lado de su Pepita.





Aquí vuelvo yo, como responsable que soy de la publicación y divulgación de esta historia, a creerme en la necesidad de interpolar varias reflexiones y aclaraciones de mi cosecha.



Dije al empezar que me inclinaba a creer que esta parte narrativa o Paralipómenos era obra del señor deán, a fin de completar el cuadro y acabar de relatar los sucesos que las cartas no relatan; pero entonces aún no había yo leído con detención el manuscrito. Ahora, al notar la libertad con que se tratan ciertas materias y la manga ancha que tiene el autor para algunos deslices, dudo de que el señor deán, cuya rigidez sé de buena tinta, haya gastado la de su tintero en escribir lo que el lector habrá leído. Sin embargo, no hay bastante razón para negar que sea el señor deán el autor de los Paralipómenos.



La duda queda en pie porque, en el fondo, nada hay en ellos que se oponga a la verdad católica ni a la moral cristiana. Por el contrario, si bien se examina, se verá que sale de todo una lección contra los orgullosos y soberbios, con ejemplar escarmiento en la persona de D. Luis. Esta historia pudiera servir sin dificultad de apéndice a los Desengaños místicos del Padre Arbiol.



En cuanto a lo que sostienen dos o tres amigos míos discretos, de que el señor deán, a ser el autor, hubiera referido los sucesos de otro modo, diciendo mi sobrino al hablar de D. Luis, y poniendo sus consideraciones morales de vez en cuando, no creo que es argumento de gran valer. El señor deán se propuso contar lo ocurrido y no probar ninguna tesis, y anduvo atinado en no meterse en dibujos y en no sacar moralejas. Tampoco hizo mal, en mi sentir, en ocultar su personalidad y en no mentar su yo, lo cual no sólo demuestra su humildad y modestia, sino buen gusto literario, porque los poetas épicos y los historiadores, que deben servir de modelo, no dicen yo, aunque hablen de ellos mismos y ellos mismos sean héroes y actores de los casos que cuentan. Jenofonte Ateniense, pongo por caso, no dice yo en su Anábasis, sino se nombra en tercera persona cuando es menester, como si fuera uno el que escribió y otro el que ejecutó aquellas hazañas. Y aun así, pasan no pocos capítulos de la obra sin que aparezca Jenofonte. Sólo poco antes de darse la famosa batalla en que murió el joven Ciro, revistando este príncipe a los griegos y bárbaros que formaban su ejército, y estando ya cerca el de su hermano Artajerjes, que había sido visto desde muy lejos en la extensa llanura sin árboles, primero como nubecilla blanca, luego como mancha negra, y por último, con claridad y distinción, oyéndose el relinchar de los caballos, el rechinar de los carros de guerra, armados de truculentas hoces, el gruñir de los elefantes y el son de los instrumentos bélicos, y viéndose el resplandor del bronce y del oro de las armas iluminadas por el sol; sólo en aquel instante, digo, y no de antemano, se muestra Jenofonte y habla con Ciro, saliendo de las filas y explicándole el murmullo que corría entre los griegos, el cual no era otro que lo que llamamos santo y seña en el día, y que fue en aquella ocasión Júpiter salvador y Victoria. El señor deán, que era un hombre de gusto y muy versado en los clásicos, no había de incurrir en el error de ingerirse y entreverarse en la historia a título de tío y ayo del héroe, y de moler al lector saliendo a cada paso un tanto difícil y resbaladizo con un párate ahí, con un ¿qué haces? ¡mira no te caigas, desventurado! o con otras advertencias por el estilo. No chistar tampoco, ni oponerse en alguna manera, hallándose presente, al menos en espíritu, sentaba mal en algunos de los lances que van referidos. Por todo lo cual, a no dudarlo, el señor deán, con la mucha discreción que le era propia, pudo escribir estos Paralipómenos, sin dar la cara, como si dijéramos.



Lo que sí hizo fue poner glosas y comentarios de provechosa edificación, cuando tal o cual pasaje lo requería; pero yo los suprimo aquí, porque no están en moda las novelas anotadas o glosadas, y porque sería voluminosa esta obrilla, si se imprimiese con los mencionados requisitos.



Pondré, no obstante, en este lugar, como única excepción e incluyéndola en el texto, la nota del señor deán, sobre la rápida transformación de D. Luis de místico en no místico. Es curiosa la nota, y derrama mucha luz sobre todo.



—Esta mudanza de mi sobrino—dice—, no me ha dado chasco. Yo la preveía desde que me escribió las primeras cartas. Luisito me alucinó al principio. Pensé que tenía una verdadera vocación, pero luego caí en la cuenta de que era un vano espíritu poético; el misticismo fue la máquina de sus poemas, hasta que se presentó otra máquina más adecuada.



¡Alabado sea Dios, que ha querido que el desengaño de Luisito llegue a tiempo! ¡Mal clérigo hubiera sido si no acude tan en sazón Pepita Jiménez! Hasta su impaciencia de alcanzar la perfección de un brinco hubiera debido darme mala espina, si el cariño de tío no me hubiera cegado. Pues qué, ¿los favores del cielo se consiguen enseguida? ¿No hay más que llegar y triunfar? Contaba un amigo mío, marino, que cuando estuvo en ciertas ciudades de América, era muy mozo, y pretendía a las damas con sobrada precipitación, y que ellas le decían con un tonillo lánguido americano:—¡Apenas llega y ya quiere!... ¡Haga méritos si puede!—. Si esto pudieron decir aquellas señoras, ¿qué no dirá el cielo a los audaces que pretenden escalarle sin méritos y en un abrir y cerrar de ojos? Mucho hay que afanarse, mucha purificación se necesita, mucha penitencia se requiere, para empezar a estar bien con Dios y a gozar de sus regalos. Hasta en las vanas y falsas filosofías, que tienen algo de místico, no hay don ni favor sobrenatural, sin poderoso esfuerzo y costoso sacrificio. Jámblico no tuvo poder para evocar a los genios del amor y hacerlos salir de la fuente de Edgadara, sin haberse antes quemado las cejas a fuerza de estudio y sin haberse maltratado el cuerpo con privaciones y abstinencias. Apolonio de Tiana se supone que se maceró de lo lindo antes de hacer sus falsos milagros. Y en nuestros días, los krausistas, que ven a Dios, según aseguran, con vista real, tienen que leerse y aprenderse antes muy bien toda la Analítica de Sanz del Río, lo cual es más dificultoso y prueba más paciencia y sufrimiento que abrirse las carnes a azotes y ponérselas como una breva madura. Mi sobrino quiso de bóbilis-bóbilis ser un varón perfecto, y... ¡vean ustedes en lo que ha venido a parar! Lo que importa ahora es que sea un buen casado, y que, ya que no sirve para grandes cosas, sirva para lo pequeño y doméstico, haciendo feliz a esa muchacha que al fin no tiene otra culpa que la de haberse enamorado de él como una loca, con un candor y un ímpetu selváticos.





Hasta aquí la nota del señor deán, escrita con desenfado íntimo, como para él solo, pues bien ajeno estaba el pobre de que yo había de jugarle la mala pasada de darla al público.



Sigamos ahora la narración.