sábado, 1 de septiembre de 2007

Pepita Jiménez (por Juan Valera): Capítulo I. Cartas de mi sobrino (7)


4 de Mayo.



Extraño es que en tantos días, yo no haya tenido tiempo para escribir a Vd.; pero tal es la verdad. Mi padre no me deja parar y las visitas me asedian.



En las grandes ciudades es fácil no recibir, aislarse, crearse una soledad, una Tebaida en medio del bullicio: en un lugar de Andalucía, y sobre todo teniendo la honra de ser hijo del cacique, es menester vivir en público. No ya sólo hasta al cuarto donde escribo, sino hasta a mi alcoba penetran, sin que nadie se atreva a oponerse, el señor vicario, el escribano, mi primo Currito, hijo de doña Casilda, y otros mil que me despiertan si estoy dormido y me llevan donde quieren.



El casino no es aquí mera diversión nocturna sino de todas las horas del día. Desde las once de la mañana está lleno de gente que charla, que lee por cima algún periódico para saber las noticias, y que juega al tresillo. Personas hay que se pasan diez o doce horas al día jugando a dicho juego. En fin, hay aquí una holganza tan encantadora que más no puede ser. Las diversiones son muchas, a fin de entretener dicha holganza. Además del tresillo se arma la timbirimba con frecuencia; y se juega al monte. Las damas, el ajedrez y el dominó no se descuidan. Y por último, hay una pasión decidida por las riñas de gallos.



Todo esto, con el visiteo, el ir al campo a inspeccionar las labores, el ajustar todas las noches las cuentas con el aperador, el visitar las bodegas y candioteras, y el clarificar, trasegar y perfeccionar los vinos, y el tratar con gitanos y chalanes para compra, venta o cambalache de los caballos, mulas y borricos, o con gente de Jerez que viene a comprar nuestro vino para trocarle en jerezano, ocupa aquí de diario a los hidalgos, señoritos o como quieran llamarse. En ocasiones extraordinarias, hay otras faenas y diversiones que dan a todo más animación, como en tiempo de la siega, de la vendimia y de la recolección de la aceituna; o bien cuando hay feria y toros aquí o en otro pueblo cercano, o bien cuando hay romería al santuario de alguna milagrosa imagen de María Santísima, a donde, si acuden no pocos por curiosidad y para divertirse y feriar a sus amigas cupidos y escapularios, más son los que acuden por devoción y en cumplimiento de voto o promesa. Hay santuario de estos que está en la cumbre de una elevadísima sierra, y con todo, no faltan aún mujeres delicadas que suben allí con los pies descalzos, hiriéndoselos con abrojos, espinas y piedras, por el pendiente y mal trazado sendero.



La vida de aquí tiene cierto encanto. Para quien no sueña con la gloria, para quien nada ambiciona, comprendo que sea muy descansada y dulce vida. Hasta la soledad puede lograrse aquí haciendo un esfuerzo. Como yo estoy aquí por una temporada, no puedo ni debo hacerlo; pero, si yo estuviese de asiento, no hallaría dificultad, sin ofender a nadie, en encerrarme y retraerme durante muchas horas o durante todo el día, a fin de entregarme a mis estudios y meditaciones.



Su nueva y más reciente carta de Vd. me ha afligido un poco. Veo que insiste Vd. en sus sospechas, y no sé qué contestar para justificarme sino lo que ya he contestado.



Dice Vd. que la gran victoria en cierto género de batallas consiste en la fuga: que huir es vencer. ¿Cómo he de negar yo lo que el Apóstol y tantos Santos Padres y Doctores han dicho? Con todo, de sobra sabe Vd. que el huir no depende de mi voluntad. Mi padre no quiere que me vaya; mi padre me retiene a pesar mío; tengo que obedecerle. Necesito, pues, vencer por otros medios y no por el de la fuga.



Para que Vd. se tranquilice, repetiré que la lucha apenas está empeñada; que Vd. ve las cosas más adelantadas de lo que están.



No hay el menor indicio de que Pepita Jiménez me quiera. Y aunque me quisiese, sería de otro modo que como querían las mujeres que Vd. cita para mi ejemplar escarmiento. Una señora, bien educada y honesta, en nuestros días, no es tan inflamable y desaforada como esas matronas de que están llenas las historias antiguas.



El pasaje que aduce Vd. de San Juan Crisóstomo es digno del mayor respeto; pero no es del todo apropiado a las circunstancias. La gran dama, que en Of, Tebas o Dióspolis Magna, se enamoró del hijo predilecto de Jacob, debió ser hermosísima; sólo así se concibe que asegure el Santo ser mayor prodigio el que Josef no ardiera, que el que los tres mancebos, que hizo poner Nabucodonosor en el horno candente, no se redujesen a cenizas.



Confieso con ingenuidad que lo que es en punto a hermosura, no atino a representarme que supere a Pepita Jiménez la mujer de aquel príncipe egipcio, mayordomo mayor o cosa por el estilo del palacio de los Faraones; pero ni yo soy, como Josef, agraciado con tantos dones y excelencias, ni Pepita es una mujer sin religión y sin decoro. Y aunque fuera así, aun suponiendo todos estos horrores, no me explico la ponderación de San Juan Crisóstomo sino porque vivía en la capital corrompida, y semi—gentílica aún, del Bajo Imperio; en aquella corte, cuyos vicios tan crudamente censuró, y donde la propia emperatriz Eudoxia daba ejemplo de corrupción y de escándalo. Pero hoy que la moral evangélica ha penetrado más profundamente en el seno de la sociedad cristiana, me parece exagerado creer más milagroso el casto desdén del hijo de Jacob que la incombustibilidad material de los tres mancebos de Babilonia.



Otro punto toca Vd. en su carta que me anima y lisonjea en extremo. Condena Vd. como debe el sentimentalismo exagerado y la propensión a enternecerme y a llorar por motivos pueriles de que le dije padecía a veces; pero esta afeminada pasión de ánimo, ya que existe en mí, importando desecharla, celebra Vd. que no se mezcle con la oración y la meditación y las contamine. Vd. reconoce y aplaude en mí la energía verdaderamente varonil, que debe haber en el afecto y en la mente que anhelan elevarse a Dios. La inteligencia que pugna por comprenderle ha de ser briosa; la voluntad que se le somete por completo es porque triunfa antes de sí misma, riñendo bravas batallas con todos los apetitos y derrotando y poniendo en fuga todas las tentaciones; el mismo afecto acendrado y ardiente, que, aun en criaturas simples y cuitadas, puede encumbrarse hasta Dios por un rapto de amor, logrando conocerle por iluminación sobrenatural, es hijo, a más de la gracia divina, de un carácter firme y entero. Esa languidez, ese quebranto de la voluntad, esa ternura enfermiza, nada tienen que hacer con la caridad, con la devoción y con el amor divino. Aquello es atributo de menos que mujeres: éstas son pasiones, si pasiones pueden llamarse, de más que hombres, de ángeles. Sí; tiene Vd. razón de confiar en mí, y de esperar que no he de perderme porque una piedad relajada y muelle abra las puertas de mi corazón a los vicios transigiendo con ellos. Dios me salvará y yo combatiré por salvarme con su auxilio; pero, si me pierdo, los enemigos del alma y los pecados mortales no han de entrar disfrazados ni por capitulación en la fortaleza de mi conciencia, sino con banderas desplegadas, llevándolo todo a sangre y fuego y después de acérrimo combate.



En estos últimos días he tenido ocasión de ejercitar mi paciencia en grande y de mortificar mi amor propio del modo más cruel.



Mi padre quiso pagar a Pepita el obsequio de la huerta y la convidó a visitar su quinta del Pozo de la Solana. La expedición fue el 22 de Abril. No se me olvidará esta fecha.



El Pozo de la Solana dista más de dos leguas de este lugar y no hay hasta allí sino camino de herradura. Tuvimos todos que ir a caballo. Yo, como jamás he aprendido a montar, he acompañado a mi padre en todas las anteriores excursiones en una mulita de paso, muy mansa, y que, según la expresión de Dientes, el mulero, es más noble que el oro y más serena que un coche. En el viaje al Pozo de la Solana fui en la misma cabalgadura.



Mi padre, el escribano, el boticario y mi primo Currito, iban en buenos caballos. Mi tía doña Casilda, que pesa más de diez arrobas, en una enorme y poderosa burra con sus jamugas. El señor vicario en una mula mansa y serena como la mía.



En cuanto a Pepita Jiménez, que imaginaba yo que vendría también en burra con jamugas, pues ignoraba que montase, me sorprendió, apareciendo en un caballo tordo muy vivo y fogoso, vestida de amazona y manejando el caballo con destreza y primor notables.



Me alegré de ver a Pepita tan gallarda a caballo; pero desde luego presentí y empezó a mortificarme el desairado papel que me tocaba hacer al lado de la robusta tía doña Casilda y del padre vicario, yendo nosotros a retaguardia, pacíficos y serenos como en coche, mientras que la lucida cabalgata caracolearía, correría, trotaría y haría mil evoluciones y escarceos.



Al punto se me antojó que Pepita me miraba compasiva, al ver la facha lastimosa que sobre la mula debía yo de tener. Mi primo Currito me miró con sonrisa burlona, y empezó enseguida a embromarme y atormentarme.



Aplauda Vd. mi resignación y mi valerosa paciencia. A todo me sometí de buen talante, y pronto, hasta las bromas de Currito acabaron, al notar cuán invulnerable yo era. Pero ¡cuánto sufrí por dentro! Ellos corrieron, galoparon, se nos adelantaron a la ida y a la vuelta. El vicario y yo permanecimos siempre serenos, como las mulas, sin salir del paso y llevando a doña Casilda en medio.



Ni siquiera tuve el consuelo de hablar con el padre vicario, cuya conversación me es tan grata, ni de encerrarme dentro de mí mismo y fantasear y soñar, ni de admirar a mis solas la belleza del terreno que recorríamos. Doña Casilda es de una locuacidad abominable, y tuvimos que oírla. Nos dijo cuanto hay que saber de chismes del pueblo, y nos habló de todas sus habilidades, y nos explicó el modo de hacer salchichas, morcillas de sesos, hojaldres y otros mil guisos y regalos. Nadie la vence en negocios de cocina y de matanza de cerdos, según ella, sino Antoñona, la nodriza de Pepita Jiménez, y hoy su ama de llaves y directora de su casa. Yo conozco ya a la tal Antoñona, pues va y viene a casa con recados, y en efecto es muy lista: tan parlanchina como la tía Casilda, pero cien mil veces más discreta.



El camino hasta el Pozo de la Solana es delicioso; pero yo iba tan contrariado, que no acerté a gozar de él. Cuando llegamos a la casería y nos apeamos, se me quitó de encima un gran peso, como si fuese yo quien hubiese llevado a la mula, y no la mula a mí.



Ya a pie, recorrimos la posesión, que es magnífica, variada y extensa. Hay allí más de ciento veinte fanegas de viña vieja y majuelo, todo bajo una linde: otro tanto o más de olivar, y por último un bosque de encinas de las más corpulentas que aún quedan en pie en toda Andalucía. El agua del Pozo de la Solana forma un arroyo claro y abundante, donde vienen a beber todos los pajarillos de las cercanías, y donde se cazan a centenares por medio de espartos con liga, o con red, en cuyo centro se colocan el cimbel y el reclamo. Allí recordé mis diversiones de la niñez, y cuantas veces había ido yo a cazar pajarillos de la manera expresada.



Siguiendo el curso del arroyo, y sobre todo en las hondonadas, hay muchos álamos y otros árboles altos, que con las matas y yerbas, crean un intrincado laberinto y una sombría espesura. Mil plantas silvestres y olorosas crecen allí de un modo espontáneo, y por cierto que es difícil imaginar nada más esquivo, agreste y verdaderamente solitario, apacible y silencioso que aquellos lugares. Se concibe allí en el fervor del medio día, cuando el sol vierte a torrentes la luz desde un cielo sin nubes, en las calurosas y reposadas siestas, el mismo terror misterioso de las horas nocturnas. Se concibe allí la vida de los antiguos patriarcas y de los primitivos héroes y pastores, y las apariciones y visiones que tenían, las ninfas, de deidades y de ángeles, en medio de la claridad meridiana.



Andando por aquella espesura, hubo un momento en el cual, no acierto a decir cómo, Pepita y yo nos encontramos solos: yo al lado de ella. Los demás se habían quedado atrás.



Entonces sentí por todo mi cuerpo un estremecimiento. Era la primera vez que me veía a solas con aquella mujer, y en sitio tan apartado, y cuando yo pensaba en las apariciones meridianas, ya siniestras, ya dulces, y siempre sobrenaturales, de los hombres de las edades remotas.



Pepita había dejado en la casería la larga falda de montar, y caminaba con un vestido corto que no estorbaba la graciosa ligereza de sus movimientos. Sobre la cabeza llevaba un sombrerillo andaluz, colocado con gracia. En la mano el látigo, que se me antojó como varita de virtudes, con que pudiera hechizarme aquella maga.



No temo repetir aquí los elogios de su belleza. En aquellos sitios agrestes se me apareció más hermosa. La cautela, que recomiendan los ascetas, de pensar en ella afeada por los años y por las enfermedades; de figurármela muerta, llena de hedor y podredumbre y cubierta de gusanos, vino, a pesar mío, a mi imaginación; y digo a pesar mío, porque no entiendo que tan terrible cautela fuese indispensable. Ninguna idea mala en lo material, ninguna sugestión del espíritu maligno turbó entonces mi razón, ni logró inficionar mi voluntad y mis sentidos.



Lo que sí se me ocurrió fue un argumento para invalidar, al menos en mí, la virtud de esa cautela. La hermosura, obra de un arte soberano y divino, puede ser caduca, efímera, desaparecer en el instante; pero su idea es eterna, y en la mente del hombre vive vida inmortal, una vez percibida. La belleza de esta mujer, tal como hoy se me manifiesta, desaparecerá dentro de breves años: ese cuerpo elegante, esas formas esbeltas, esa noble cabeza, tan gentilmente erguida sobre los hombros, todo será pasto de gusanos inmundos; pero si la materia ha de transformarse, la forma, el pensamiento artístico, la hermosura misma, ¿quién la destruirá? ¿No está en la mente divina? Percibida y conocida por mí, ¿no vivirá en mi alma, vencedora de la vejez y aun de la muerte?



Así meditaba yo, cuando Pepita y yo nos acercamos. Así serenaba yo mi espíritu y mitigaba los recelos que Vd. ha sabido infundirme. Yo deseaba y no deseaba a la vez que llegasen los otros. Me complacía y me afligía al mismo tiempo de estar solo con aquella mujer.



La voz argentina de Pepita rompió el silencio, y, sacándome de mis meditaciones, dijo:



—¡Qué callado y qué triste está Vd., señor D. Luis! Me apesadumbra el pensar que tal vez por culpa mía, en parte al menos, da a Vd. hoy un mal rato su padre trayéndole a estas soledades, y sacándole de otras más apartadas, donde no tendrá Vd. nada que le distraiga de sus oraciones y piadosas lecturas.



Yo no sé lo que contesté a esto. Hube de contestar alguna sandez, porque estaba turbado; y ni quería hacer un cumplimiento a Pepita, diciendo galanterías profanas, ni quería tampoco contestar de un modo grosero.



Ella prosiguió:



—Vd. me ha de perdonar si soy maliciosa, pero se me figura que, además del disgusto de verse Vd. separado hoy de sus ocupaciones favoritas, hay algo más que contribuye poderosamente a su mal humor.



—¿Qué es ese algo más?—dije yo—, pues Vd. lo descubre todo o cree descubrirlo.



—Ese algo más-replicó Pepita—no es sentimiento propio de quien va a ser sacerdote tan pronto, pero sí lo es de un joven de veintidós años.



Al oír esto, sentí que la sangre me subía al rostro y que el rostro me ardía. Imaginé mil extravagancias, me creí presa de una obsesión. Me juzgué provocado por Pepita que iba a darme a entender que conocía que yo gustaba de ella. Entonces, mi timidez se trocó en atrevida soberbia, y la miré de hito en hito. Algo de ridículo hubo de haber en mi mirada, pero, o Pepita no lo advirtió o lo disimuló con benévola prudencia, exclamando del modo más sencillo:



—No se ofenda Vd. porque yo le descubra alguna falta. Esta que he notado me parece leve. Vd. está lastimado de las bromas de Currito, y de hacer (hablando profanamente) un papel poco airoso, montado en una mula mansa como el señor vicario, con sus ochenta años, y no en un brioso caballo, como debiera un joven de su edad y circunstancias. La culpa es del señor deán, que no ha pensado en que Vd. aprenda a montar. La equitación no se opone a la vida que Vd. piensa seguir, y yo creo que su padre de Vd., ya que está Vd. aquí, debiera en pocos días enseñarle. Si Vd. va a Persia, o a China, allí no hay ferro-carriles aún, y hará Vd. una triste figura cabalgando mal. Tal vez se desacredite el misionero entre aquellos bárbaros, merced a esta torpeza, y luego sea más difícil de lograr el fruto de las predicaciones.



Estos y otros razonamientos más adujo Pepita para que yo aprendiese a montar a caballo, y quedé tan convencido de lo útil que es la equitación para un misionero, que le prometí aprender enseguida, tomando a mi padre por maestro.



—En la primera nueva expedición que hagamos—le dije—, he de ir en el caballo más fogoso de mi padre, y no en la mulita de paso en que voy ahora.



—Mucho me alegraré—replicó Pepita con una sonrisa de indecible suavidad.



En esto llegaron todos al sitio en que estábamos, y yo me alegré en mis adentros, no por otra cosa, sino por temor de no acertar a sostener la conversación, y de salir con doscientas mil simplicidades por mi poca o ninguna práctica de hablar con mujeres.



Después del paseo, sobre la fresca yerba y en el más lindo sitio junto al arroyo, nos sirvieron los criados de mi padre una rústica y abundante merienda. La conversación fue muy animada, y Pepita mostró mucho ingenio y discreción. Mi primo Currito volvió a embromarme sobre mi manera de cabalgar y sobre la mansedumbre de mi mula: me llamó teólogo, y me dijo que sobre aquella mula parecía que iba yo repartiendo bendiciones. Esta vez, ya con el firme propósito de hacerme jinete, contesté a las bromas con desenfado picante. Me callé, con todo, el compromiso contraído de aprender la equitación. Pepita, aunque en nada habíamos convenido, pensó sin duda como yo que importaba el sigilo para sorprender luego cabalgando bien, y nada dijo de nuestra conversación. De aquí provino, natural y sencillamente, que existiera un secreto entre ambos; lo cual produjo en mi ánimo extraño efecto.



Nada más ocurrió aquel día que merezca contarse.



Por la tarde volvimos al lugar, como habíamos venido. Yo, sin embargo, en mi mula mansa y al lado de la tía Casilda, no me aburrí ni entristecí a la vuelta como a la ida. Durante todo el viaje oí a la tía sin cansancio referir sus historias, y por momentos me distraje en vagas imaginaciones.



Nada de lo que en mi alma pasa debe ser un misterio para Vd. Declaro que la figura de Pepita era como el centro, o mejor dicho, como el núcleo y el foco de estas imaginaciones vagas.



Su meridiana aparición, en lo más intrincado, umbrío y silencioso de la verde enramada, me trajo a la memoria todas las apariciones, buenas o malas, de seres portentosos y de condición superior a la nuestra, que había yo leído en los autores sagrados y los clásicos profanos. Pepita, pues, se me mostraba en los ojos y en el teatro interior de mi fantasía, no como iba a caballo delante de nosotros, sino de un modo ideal y etéreo, en el retiro nemoroso, como a Eneas su madre, como a Calímaco Palas, como al pastor bohemio Kroco la sílfide que luego concibió a Libusa, como Diana al hijo de Aristeo, como al Patriarca los ángeles en el valle de Mambré, como a San Antonio el hipocentauro en la soledad del yermo.



Encuentro tan natural como el de Pepita se trastrocaba en mi mente en algo de prodigio. Por un momento, al notar la consistencia de esta imaginación, me creí obseso; me figuré, como era evidente, que en los pocos minutos que había estado a solas con Pepita junto al arroyo de la Solana, nada había ocurrido que no fuese natural y vulgar; pero que después, conforme iba yo caminando tranquilo en mi mula, algún demonio se agitaba invisible en torno mío, sugiriéndome mil disparates.



Aquella noche dije a mi padre mi deseo de aprender a montar. No quise ocultarle que Pepita me había excitado a ello. Mi padre tuvo una alegría extraordinaria. Me abrazó, me besó, me dijo que ya no era Vd. solo mi maestro, que él también iba a tener el gusto de enseñarme algo. Me aseguró, por último, que en dos o tres semanas haría de mí el mejor caballista de toda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por contrabando y de volver de allí, burlando al resguardo, con una coracha de tabaco y con un buen alijo de algodones: apto, en suma, para pasmar a todos los jinetes que se lucen en las ferias de Sevilla y de Mairena, y para oprimir los lomos de Babieca, de Bucéfalo, y aun de los propios caballos del Sol, si por acaso bajaban a la tierra y podía yo asirlos de la brida.



Ignoro qué pensará Vd. de este arte de la equitación que estoy aprendiendo; pero presumo que no lo tendrá por malo.



¡Si viera Vd. qué gozoso está mi padre y cómo se deleita enseñándome! Desde el día siguiente al de la expedición que he referido, doy dos lecciones diarias. Día hay, durante el cual, la lección es perpetua, porque nos le pasamos a caballo. La primera semana fueron las lecciones en el corralón de casa, que está desempedrado y sirvió de picadero.



Ya salimos al campo, pero procurando que nadie nos vea. Mi padre no quiere que me muestre en público hasta que pasme por lo bien plantado, según él dice. Si su vanidad de padre no le engaña, esto será muy pronto porque tengo una disposición maravillosa para ser buen jinete.



—¡Bien se ve que eres mi hijo!—exclama mi padre con júbilo al contemplar mis adelantos.



Es tan bueno mi padre, que espero que Vd. le perdonará su lenguaje profano y sus chistes irreverentes. Yo me aflijo en lo interior de mi alma, pero lo sufro todo.



Con las continuadas y largas lecciones estoy que da lástima de agujetas. Mi padre me recomienda que escriba a Vd. que me abro las carnes a disciplinazos.



Como dentro de poco sostiene que me dará por enseñado, y no desea jubilarse de maestro, me propone otros estudios extravagantes y harto impropios de un futuro sacerdote. Unas veces quiere enseñarme a derribar, para llevarme luego a Sevilla, donde dejaré bizcos a los ternes y gente del bronce, con la garrocha en la mano, en los llanos de Tablada. Otras veces se acuerda de sus mocedades y de cuando fue guardia de corps, y dice que va a buscar sus floretes, guantes y caretas y a enseñarme la esgrima. Y por último, presumiendo también mi padre de manejar como nadie una navaja, ha llegado a ofrecerme que me comunicará esta habilidad.



Ya se hará Vd. cargo de lo que yo contesto a tamañas locuras. Mi padre replica que en los buenos tiempos antiguos, no ya los clérigos, sino hasta los obispos andaban a caballo acuchillando infieles. Yo observo que eso podía suceder en las edades bárbaras, pero que ahora no deben los ministros del Altísimo saber esgrimir más armas que las de la persuasión.—Y cuando la persuasión no basta—añade mi padre—, ¿no viene bien corroborar un poco los argumentos a linternazos?—El misionero completo, según entiende mi padre, debe en ocasiones apelar a estos medios heroicos; y como mi padre ha leído muchos romances e histonas, cita ejemplos en apoyo de su opinión. Cita en primer lugar a Santiago, quien sin dejar de ser apóstol más acuchilla a los moros, que les predica y persuade en su caballo blanco; cita a un señor de la Vera, que fue con una embajada de los Reyes Católicos para Boabdil, y que en el patio de los Leones se enredó con los moros en disputas teológicas, y, apurado ya de razones, sacó la espada y arremetió contra ellos para acabar de convertirlos; y cita, por último, al hidalgo vizcaíno D. Íñigo de Loyola, el cual, en una controversia que tuvo con un moro sobre la pureza de María Santísima, harto ya de las impías y horrorosas blasfemias con que el moro le contradecía, se fue sobre él, espada en mano, y si el moro no se salva por pies, le infunde el convencimiento en el alma por estilo tremendo. Sobre el lance de San Ignacio, contesto yo a mi padre, que fue antes de que el santo se hiciera sacerdote, y sobre los otros ejemplos digo que no hay paridad.



En suma, yo me defiendo como puedo de las bromas de mi padre y me limito a ser buen jinete, sin estudiar esas otras artes, tan impropias de los clérigos, aunque mi padre asegura que no pocos clérigos españoles las saben y las ejercen a menudo en España, aun en el día de hoy, a fin de que la fe triunfe y se conserve o restaure la unidad católica.



Me pesa en el alma de que mi padre sea así; de que hable con irreverencia y burla de las cosas más serias; pero no incumbe a un hijo respetuoso el ir más allá de lo que voy en reprimir sus desahogos un tanto volterianos. Los llamo un tanto volterianos, porque no acierto a calificarlos bien. En el fondo, mi padre es buen católico y esto me consuela.



Ayer fue día de la Cruz y estuvo el lugar muy animado. En cada calle hubo seis o siete cruces de Mayo llenas de flores, si bien ninguna tan bella como la que puso Pepita en la puerta de su casa. Era un mar de flores el que engalanaba la cruz.



Por la noche tuvimos fiesta en casa de Pepita. La cruz, que había estado en la calle, se colocó en una gran sala baja, donde hay piano, y nos dio Pepita un espectáculo sencillo y poético que yo había visto cuando niño, aunque no lo recordaba.



De la cabeza de la cruz pendían siete listones o cintas anchas, dos blancas, dos verdes y tres encarnadas, que son los colores simbólicos de las virtudes teologales. Ocho niños de cinco o seis años, representando los Siete Sacramentos, asidos de las siete cintas que pendían de la cruz, bailaron a modo de una contradanza muy bien ensayada. El bautismo era un niño vestido de catecúmeno con su túnica blanca; el orden otro niño de sacerdote; la confirmación, un obispito; la extremaunción, un peregrino con bordón y esclavina llena de conchas; el matrimonio, un novio y una novia, y un Nazareno con cruz y corona de espinas, la penitencia.



El baile, más que baile, fue una serie de reverencias, pasos, evoluciones, y genuflexiones al compás de una música no mala, de algo como marcha, que el organista tocó en el piano con bastante destreza.



Los niños, hijos de criados y familiares de la casa de Pepita, después de hacer su papel, se fueron a dormir muy regalados y agasajados.



La tertulia continuó hasta las doce, y hubo refresco; esto es, tacillas de almíbar, y, por último, chocolate con torta de bizcocho y agua con azucarillos.



El retiro y la soledad de Pepita van olvidándose desde que volvió la primavera, de lo cual mi padre está muy contento. De aquí en adelante, Pepita recibirá todas las noches, y mi padre quiere que yo sea de la tertulia.



Pepita ha dejado el luto, y está ahora más galana y vistosa, con trajes ligeros y casi de verano, aunque siempre muy modestos.



Tengo la esperanza de que lo más que mi padre me retendrá ya por aquí será todo este mes. En Junio nos iremos juntos a esa ciudad; y ya Vd. verá cómo libre de Pepita, que no piensa en mí, ni se acordará de mí para malo ni para bueno, tendré el gusto de abrazar a Vd. y de lograr la dicha de ser sacerdote.